A veinte minutos de Ibarra está la loma El Pinar, a 2.850 msnm, un tradicional sitio para volar en parapente. Al amanecer, apenas si se lograban divisar unas pequeñas nubecitas, como si fueran pedazos de algodón empujados por el viento. Este día, 11 de junio, Felipe juró que sería uno más en ese cielo.

Pero dos horas más tarde, sin previo aviso, cuando los pilotos estaban listos, el cielo se nubló y enseguida cayó la lluvia acompañada de un viento bravo y ruidoso. Richard Pabón, uno de los nueve pilotos que forman parte del Club de Parapente Ibarra, recoge de prisa su equipo, mientras el resto de instructores y visitantes se agrupan bajo un gigantesco árbol de eucalipto.

Las ramas y las hojas no fueron suficientes y el agua empezó a mojarlos. Felipe veían cómo su objetivo se desvanecía. De pronto, Washington Vaca, presidente del Club, dio la alerta.

Publicidad

—¡Miren!, —dijo—, con su brazo estirado hacia el cielo.

Todos siguieron la dirección del brazo y descubrieron un “claro” en el cielo.

—Se está abriendo —gritó Washington.

Publicidad

El grupo asintió aliviado y en unos minutos, por aquel claro, se filtraron algunos destellos plateados. Volvió a salir el sol y la loma El Pinar se pintaba de colores, por las telas abiertas de los parapentes tendidos sobre el pasto.

Unos pilotos empezaban a abrir las velas; otros practicaban el despegue con sus pasajeros. El primer tándem, como se le conoce al equipo conformado por el piloto y su pasajero, corrió arrastrando la vela hasta levantar el vuelo. Los fotógrafos que habían sido invitados ya habían tomado posición, disparan sus cámaras en ráfaga.

Publicidad

Es el turno de Felipe. Siente alegría, va a volar. Su instructor es Edison Castillo, un piloto con ocho años de experiencia, que viste un overol verde aceituna, botas de montaña y una chompa térmica negra.

—Tenemos que correr y arrastrar la vela —dice Edison—. Felipe escucha atento.

—Si uno de los dos resbala, hay que levantarse y seguir corriendo —insiste Edison.

—¿Cuándo dejamos de correr?

Publicidad

—Cuando estemos en el aire.

—¡Llegó la hora!

Edison se metió en el arnés, se puso los guantes y el casco, se ajustó el paracaídas de emergencia, una radio portátil, un variómetro. Felipe hizo exactamente lo mismo.

—¿Listo? —preguntó Edison.

—Listo.

—¡Ahoraaaa!

El tándem inició una carrera por la pendiente. ¡Vamos!, ¡vamos!, ¡vamos!, repitió Edison.

El pasajero corrió empujando su cuerpo hacia adelante, para ganar espacio, fuerza, como haciendo rapel de frente. Corrió y corrió agarrado únicamente de las correas del arnés y a la espera de que los once metros que mide la vela extendida hagan su trabajo.

Entonces sintió un tirón como si alguien intentara detenerlo. Pero siguió corriendo y arrastrando la tela del parapente. De pronto, otro tirón, justo cuando parecía que se iba de bruces, solo que esta vez nadie trataba de detenerlo y más bien sintió algo parecido a un impulso. Un segundo después, Felipe estaba en el aire. Desde allí pudo ver a Ibarra, a la laguna de Yahuarcocha... Desde el cielo se ve todo.

—Acomódese en la silla —dijo el instructor—, casi gritando por el ruido del viento. El pasajero se agarró de las correas y se impulsó hacia atrás hasta acomodarse perfectamente. Luego, encendió su cámara y empezó a tomar fotos.

—¿Por qué le gusta volar? —preguntó Felipe.

—Lo hago porque me gusta sentir lo que sienten las aves

—¿Cuánto tiempo vuela?

—Ocho años —respondió Edison—, mientras maniobra y estabiliza el parapente a 800 metros de altura con respecto a la laguna de Yahuarcocha.

—¿Qué tan seguro es este deporte?

—Ciento por ciento, seguro. Tenemos equipo nuevo, siempre llevamos paracaídas de emergencia y volamos solo en condiciones buenas y en horas tempranas.

—¿Cuánto cuesta volar en parapente?

—60 dólares. Incluye fotografías y un video en HD

En ese punto de la charla se escuchó un pito. Una corriente térmica activó el variómetro. Estas corrientes nos mantienen volando por más tiempo, explicó. Los vuelos duran alrededor de 15 minutos, pero éste se prolongó a 20. Fue un momento de felicidad: el viento silbaba melodioso y el espacio se abría sin reservas, se sentía libre.

—Allá, cerca de esos autos vamos a aterrizar —dijo Edison—, señalando una llanura cubierta de hierba. El pasajero asiente con la cabeza y comprende que lo harán muy cerca de la laguna.

—Cuando estemos aterrizando, mantenga las piernas extendidas —dice el piloto.

—Entendido —responde el pasajero.

En unos segundos, el aparato parece acelerar mientras se precipita a tierra. Se ve pasar el pasto tan rápido como cuando un avión consume la pista antes de despegar. Edison y Felipe volaron sobre un campo de hierba como las gaviotas lo hacen al ras del mar buscando peces.

En ese momento, Edison jaló los mandos de frenado y la vela casi se suspende en el aire con sus ocupantes a escasos 50 centímetros de tierra firme. Los dos, acomodados en sus sillas, toparon el pasto verde y quedaron cómodamente sentados, como en un campo de paja.

Los paracaidistas dicen que cuando vuelan, van conversando con San Pedro, coqueteando con la Virgen y jugando con el niño Jesús. En este caso, los parapentistas no los encontraron y se conformaron con mirar, desde arriba, el monumento a San Miguel Arcángel que fue levantado en la misma loma de la que partieron.

Otros datos
El Club de Parapente Ibarra estima que en el 2017 se realicen unos 160 vuelos en el sector de Ibarra, un 20 por ciento más que en el anterior.

Varias empresas locales ofrecen cursos y entrenamiento para practicar este deporte en las afueras de Ibarra.

Los interesados no requieren llevar equipo especial, pues los instructores cuentan con todo lo necesario para los clientes. (I)

(fotos: Alfredo Cárdenas, EL UNIVERSO)