En estas fechas navideñas llenas de ilusión y unión familiar bla bla bla bla… Empecemos de nuevo: en estas fechas navideñas en que la gente al volante se convierte en una legión de abusadores acosados por el apuro y el desprecio por la vida de los peatones, en estas fechas navideñas en que los centros comerciales están repletos de compradores angustiados y vendedores agotados, en estas fechas en que uno no tiene tiempo para nada (peor aún dinero). En estas fechas, justamente ahora, es el momento de detenernos. Mejor aún si es en medio de una tienda abarrotada y estamos cerca de un espejo de cuerpo entero. Detenernos y mirar a nuestro alrededor: ¿qué sentido tiene todo esto? Y como a las tan esperadas como temidas “Navidades” se les suma el Año Nuevo, aprovechemos para mirar más allá incluso de las caras de desilusión de los compradores (todo está demasiado caro y ni siquiera sé qué regalarle a esa prima tan pesada) y de fastidio de los vendedores, observemos aún más lejos: ¿qué sentido ha tenido este año que ya agoniza?

Un periódico alemán (Die Zeit) que leo con devoción tiene una sección tan popular que editaron un libro que recoge los testimonios de “Aquello que enriquece mi vida”. Entre tanta noticia macabra, tantos muertos anónimos en guerras y atentados terroristas, entre tanta homofobia y violencia machista, entre tanto político corrupto y opresor de las libertades civiles, entre los refugiados que se ahogan en el mar o en la burocracia y la xenofobia de los países que los “acogen”, entre el Brexit y Trump, entre la sangre que corre en Aleppo y las masacres en Orlando y Niza, entre los muertos y la gente que perdió su hogar tras el terremoto en Ecuador, entre tanta tragedia épica aparecen las voces de seres humanos que llevan una vida común y silvestre, que se despiertan cada mañana para cuidar de sus hijos y padres, para ir al trabajo o a buscarlo, para ir al hospital a atender enfermos o a recibir tratamiento. Seres humanos cuyas voces se han dejado de escuchar entre el escándalo. Las voces, pero ya no silenciadas bajo etiquetas (refugiados, damnificados, desempleados, jubilados) sino con nombres y apellidos, con una historia que contar. El semanario otorga un espacio a esas palabras que nos reconcilian con la humanidad y reviven la certeza de que todavía es posible hallar refugio en el sentido de la vida, aferrarnos a esos instantes que la enriquecen: una madre de gemelos a su tranquilo desayuno mientras los pequeños duermen, una abuelita a su mermelada de cerezas casera, un señor al chocolate que un extraño le regaló en el tren al escuchar que estaba hambriento.

Enriquece mi vida esa noche en que bailamos con mi hija alrededor del árbol de Navidad cantando “I saw mommy kissing Santa Claus…”, esa mañana en que me escapé de mi vida con un cómplice y nos fuimos a leer los mensajes escritos para nosotros en las tumbas de un viejo cementerio.

Qué enriquece mi vida, qué me hace agradecer seguir viva al despertarme demasiado cansada, al arrastrarme en pantuflas hasta el baño, sentarme al escusado teléfono en mano para ver qué novedades atroces comparte la gente en Facebook (y cómo amo entonces a aquellos que tienen hijos y gatos, sentido del humor y la generosidad para alegrarse por los logros ajenos). Qué enriquece mi vida mientras corro de un lado a otro entre mis tres trabajos y la escuela de la niña que olvidó en casa la lonchera, cuando el tranvía no llega y mis alumnos me están esperando con puntualidad alemana. Qué enriquece mi vida si aburrida en el tranvía vuelvo al Facebook y veo tanta gente abusando de las redes sociales para difundir mentiras y exageraciones, atacándose fanáticamente como si hubieran perdido la capacidad de pensar y de sentir, enceguecidos por ideologías y prejuicios: machistas o feministas, antimachistas o antifeministas, racistas o antirracistas, progobierno o antigobierno, fascistas o antifascistas, atrapados entre los muros del maniqueísmo, los unos tan políticamente correctos, los otros tan antipolíticamente correctos.

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Lo que enriquece mi vida no es eso, nada de eso, y uno debería replantearse cuánto tiempo le dedica a aquello que no aporta sentido a su vida. Enriquece mi vida esa noche en que bailamos con mi hija alrededor del árbol de Navidad cantando “I saw mommy kissing Santa Claus…”, esa mañana en que me escapé de mi vida con un cómplice y nos fuimos a leer los mensajes escritos para nosotros en las tumbas de un viejo cementerio. Enriquece mi vida el recuerdo de este octubre en Ecuador, cuando comimos ceviche con mis abuelitos y al llegar a casa nos dimos cuenta de que en la bolsa del canguil y los chifles habíamos metido también la canastilla. Enriquece mi vida esa canasta desflecada que se ha convertido en un objeto sagrado en mi casa en Alemania.

Enriquece mi vida la sabiduría inocente de mi hija que a los ocho años ya comprende el espejismo de “la vida está en otra parte”: mami, ¿sabías que algunos pájaros de Alemania se van a pasar el invierno a Inglaterra porque allá la gente les da mucha comida, pero los pájaros de Inglaterra se van a España porque hace más calor, y los pájaros de España se van a África? Los pájaros son como nosotras que cada vez que salimos de casa y nos duelen los dedos del frío decimos que queremos irnos a vivir a una isla del Caribe. Pero mira esa amiga tuya cubana, viviendo feliz aquí mismo donde casi nunca brilla el sol.

Enriquece mi vida intercambiar secretos con mis hermanos, cada lágrima de alegría de mi padre, cada triunfo de mi madre, las estrellas que me dejó en herencia mi bisabuela. Enriquecen mi vida esas mujeres, esas amigas que saben lo que es apoyarse las unas a las otras sin esperar a que nos caigamos y nos convirtamos en víctimas para poder, entonces sí, darnos la mano desde arriba. Y tu vida, ¿cuáles son los momentos que la enriquecen?(O)