En el Preámbulo de la vigente Constitución de la República del Ecuador se lee que nosotros, como pueblo soberano, “decidimos construir una sociedad que respeta, en todas sus dimensiones, la dignidad de las personas y las colectividades”. Esta declaración define los alcances del conjunto de los 444 artículos constitucionales. Mas como pensaba san Agustín sobre el tiempo, se entiende inmediatamente la palabra dignidad pero es complicado definirla, a tal punto que, en el diccionario académico, el sentido principal que buscamos, si vamos a ‘dignidad’, es “cualidad de digno”, y, si vamos a ‘digno’, es “que tiene dignidad”.
La cúpula que actualmente gobierna ha sido incapaz de practicar, “en todas sus dimensiones”, este concepto base de la dignidad, que es un fundamento social. Supongamos que sea cierta la autopropaganda de logros fabricada por los publicistas oficiales de la revolución ciudadana; concedamos que la obra pública ha beneficiado a grandes mayorías: esto ha posibilitado alcanzar una vida digna. Pero, incluso así, el Gobierno evidencia un gran déficit en la formación de una cultura democrática porque ha utilizado el atropello y el abuso de poder como arma para resolver las controversias. ¿Qué se puede esperar de un régimen que ha despreciado la cultura y la democracia?
Leyes como la de Educación Superior y la de Comunicación, que aparentemente han sido sancionadas para facilitar “una nueva forma de convivencia ciudadana”, tienen elementos que han ayudado a reordenar los ámbitos universitarios y comunicacionales hacia la conquista de fines importantes; sin embargo, sus contadas bondades palidecen frente a la concepción autoritaria, que está inscrita en sus normas, de lo que es una autoridad; por ejemplo, las autoridades en educación superior y en comunicación no son dueñas de las universidades ni de los medios; sin embargo, se comportan como si fueran patrones malvados y tramposos.
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El preámbulo constitucional califica a los miembros del pueblo “como herederos de las luchas sociales de liberación frente a todas las formas de dominación y colonialismo”, esto es, nos autoriza a ser insumisos y a que, por ese acto, el Estado proteja a quienes se niegan a aceptar medidas que ofenden la dignidad de las personas y las colectividades. El concepto de insumisión es claro: si lo que pretende el poderoso es destruir –aunque diga que no es así– la dignidad personal y colectiva, nadie está obligado a someterse a dictados injustos, abusivos, ilegítimos e ilegales. Ser insumisos es un mecanismo de construir una ciudadanía plena y efectiva.
El correísmo se ha ido revelando como una práctica política que, en su discurso –ya francamente hueco–, se presenta como una nueva oportunidad de liberación popular; sin embargo, en la realidad, ha ido forjando un aparato y una estructura de dominación que, con frecuencia, no ha protegido la dignidad de las personas y las colectividades. A pesar de ciertos avances sociales, el correísmo ha debilitado la cultura democrática porque lo central de su ideario parecería ser armar un Estado cuasitotalitario en el que la interpretación abusiva y antojadiza de la ley sean las reglas de la nueva dominación. Por eso es legítimo resistir y desobedecer cuando el poder abusa. (O)