Desde el Día del Libro del 2001, la redacción de Diario EL UNIVERSO fue, durante catorce años, mi lugar de trabajo. Cada día yo cruzaba la ciudad de norte a sur y de sur a norte. La Revista, el suplemento dominical, era la joya de la corona. Todos los periodistas queríamos escribir ahí. Se había fundado pocos años antes. El suplemento Para Todos devino en La Revista y su editor, para entonces, era Carlos Ycaza. Me cayó bien desde el principio, por un cierto histrionismo que lo caracteriza y, sobre todo, por su espíritu siempre joven y abierto a las ideas.

Sobre los temas que se le ocurrían para artículos periodísticos, Carlos solía sondear la opinión de la gente de la redacción, en especial de quienes él consideraba tenían una sensibilidad hacia el arte y la cultura. Salía de su oficina. Caminaba por la amplia sala y preguntaba: “¿Qué te parece?”, “¿Qué opinas?”. Esos interrogantes daban pie a la conversación. Así nos convertimos en frecuentes contertulios. “No sé. No sé”, decía cuando escuchaba un criterio que a lo mejor no esperaba oír. Tiempo después, me invitó a que escribiera para La Revista. Fue él quien me desafió para que consiguiera una entrevista con Mario Vargas Llosa. Y lo logré. Y que apoyó mi idea de recorrer Aracataca, el pueblo natal de Gabriel García Márquez.

Primero estuve como colaboradora de diversas temáticas. Luego, como columnista de Libros. Han pasado los años y sigo aquí. Mantengo la columna y el vínculo con La Revista, pese a que dejé de trabajar en la redacción del Diario hace algún tiempo. Entre tanto, Carlos se jubiló. Ahora es un hombre de teatro, una de sus grandes pasiones, al igual que el cine y los libros. Stephanie Gómez, periodista joven y talentosa, a quien conocí desde que dio sus primeros pasos en la profesión, tomó la posta. Tal vez ella tenga sus propias frases en el día a día. “Rodarán cabezas” era una de las preferidas de Carlos cuando, alarmado, pillaba algún error. La verdad es que nunca rodaron. El ambiente que se vivía en La Revista era de bastante tranquilidad. La redacción, abocada a una producción y cierre diarios, era, en cambio, efervescente. Tal vez esas dinámicas hayan cambiado.

Escribir para La Revista equivale –todavía es así– a estar en la publicación más leída del país, justo el domingo, el día de mayor lectoría. Cuando comencé no existían redes sociales –o no tenían el impacto de hoy– y la comunicación se ejercía a través del correo electrónico. El día que se publicaba la columna recibía misivas de los lectores. Generalmente, me comentaban sus impresiones sobre mi escrito, me felicitaban e, incluso, solicitaban recomendaciones de libros. No faltaba el estudiante que me pedía ayuda en sus tareas escolares de Literatura. O alguien que me enviara sus escritos inéditos para que les diera una leída. Que alguien se tomara el tiempo de escribirme me conmovía realmente. Aún hoy me conmueve. ¿Puede un texto periodístico ocasionar esa conexión? ¿Pueden unas palabras generar otras palabras?

El reinado de las redes sociales –en las que un dedo levantado o uno hacia abajo sirven como señal de aprobación o desaprobación y en las que un meme es una opinión– está aniquilando el encanto de la comunicación epistolar. Esa costumbre de escribir una carta y enviarla únicamente a su destinatario, de forma reservada, sin la exposición pública que hoy es habitual. A mí las palabras me importan. Y seguramente a otros también, puesto que a mi correo aún suelen llegar amables misivas, que recibo con gratitud. Las aquilato como una cortesía en extinción. Como un gesto elegante, incluso. ¿Quién sigue usando el correo electrónico?

Me parece simbólico que haya ingresado a trabajar en EL UNIVERSO en el Día del Libro. Y que el libro sea el nexo que mantengo hasta ahora con este medio. ¡Felices 25 a La Revista! Larga vida y muchas historias más por contar.