La historia de la heladería San Agustín es quizás el relato de cómo el tiempo pasa y no pasa en una ciudad en la que el placer y el comer van de la mano. Se someten a una combinación infinita entre la tradición heredada durante siglos y la experimentación de sabores, colores, olores y lugares.

Está ubicada en la calle calle Guayaquil, a pocos metros de la iglesia de San Agustín, a tres cuadras de Carondelet, a dos de la Plaza del Teatro, a cuatro de La Marín, a cinco de San Blas. Está en el corazón del centro histórico.

A menos de dos metros de la puerta principal, el Trole pasa provocando un estruendo que compite en decibeles con el de los vendedores informales que gritan e interrumpen a los andantes con chucherías y golosinas.

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De la puerta cuelga, a modo de bienvenida, un letrero que informa y desconcierta: fundado en 1858. Es decir, hace 160 años.

Durante sus primeros cincuenta años, Juana Torres abrió el local con los helados de paila y los jugos de frutas con hielo raspado (los llamados 'salpicones'). Pero en 1908 el negocio fue adquirido por Encarnación Andino, con quien empezó una dinastía que ya lleva seis generaciones.

Hubo momentos en que los hijos, las hijas, los nietos y las nietas se turnaron en la administración. El trabajo era arduo; las jornadas empezaban muy temprano y terminaban en la noche. Algunos prefirieron dar un paso al costado y dejar a otro la responsabilidad de mantener abiertas las puertas. La clientela crecía y pedía más. “No se podía cerrar de ninguna manera”, sostiene Yolanda Álvarez Andino (80 años), de la cuarta generación.

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De heladería a restaurante

Ella cuenta que en los años treinta a los helados y los 'salpicones' se se sumaron los postres y cafés. Luego, a mediados de siglo, llegarían los ceviches de concha y camarón, que reinaron durante décadas, mientras las generaciones de la familia Andino se seguían turnando la gerencia del negocio.

En los noventa hubo el brote de cólera en el país y la venta de ceviches se fue en picada. ¿Qué hacer? La heladería que la abuela Encarnación había adquirido a inicios de siglo se había convertido en un restaurante al que le llegaba, como en otras ocasiones, la hora de la incertidumbre.

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De poco o nada servía pensar ya en la importancia de sus ilustres visitantes -presidentes, alcaldes y más políticos- o de la herencia familiar a toda costa si el negocio no rendía lo suficiente como para sostenerse por sí solo. Siempre había tenido un promedio de entre 10 y 12 empleados y las ganancias permitieron vivir a los Andino con relativa comodidad.

Yolanda reconoce que la competencia creció, pero explica que la innovación les permitió sobrevivir. Y no solo eso, ampliar el horizonte y mejorar.

Su nieto Andrés Chaguaro es el actual gerente. Tiene 36 años y desde los 23 está al frente del restaurante. Él recuerda con cariño y orgullo a sus abuelas; es evidente la emoción con que las nombra, tanto como la seguridad con que muestra el restaurante.

Le gusta hablar de la casa. La ubica en el tiempo -es del siglo 17- y en un mapa antiguo que cuelga de una de las paredes del segundo piso. La disecciona: en el primer piso funcionó una pulpería, una tienda, esta puerta debe tener doscientos años, la cocina funciona donde antes era el patio, el tercer piso está recién abierto, aquí en el piso están las señales de los cuartos, allá era el dormitorio de tal...

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En cada rincón hay obras de arte, especialmente, religioso, de los tiempos de la colonia y de la época republicana. Son cuadros y esculturas, también hay teléfonos y balanzas antiguos...

Para Andrés, la combinación de ese ambiente tradicional y cultural le da identidad a una oferta gastronómica que pasó de los helados de paila y 'salpicones' a un menú con más de 30 platos a la carta: seco de chivo, churrascos, apanados, guatita, sopas, ceviches, sánduches, mariscos...

¿Y en ese plan de innovación las pizzas para cuándo? El gerente se ríe. Reconoce que hay pizzas muy buenas, incluso cerca del local, pero subraya que la oferta de la heladería San Agustín es mucho más que un negocio de comida. Es un asunto de valor cultural y patrimonial de Quito. Así es como se llega a 160 años de vida, dice. No sabe cuántos más le esperan a la heladería que, en la misma casa donde nació, venció el tiempo y su propia naturaleza, al punto de convertirse en un restaurante de referencia en la capital. (I)