Es un gélido sábado de febrero de 1999; el frío no amilana a los miles de turistas que atiborran las callejuelas de esa maravilla de la humanidad creada por la mano del hombre: Venecia, la ciudad que se atrevió a vivir sobre el mar. Centenares visitan los espléndidos palacios vénetos, otros eligen algunas de las 165 iglesias, unos más realizan el soñado, romántico (y carísimo) paseo en góndola, los hay que prefieren refugiarse en los cafecitos… Una orquesta de cámara desafía los 7 grados de temperatura tocando al aire libre en la Piazza San Marco... Alemanes, japoneses –principales contingentes– pueblan las tiendas para comprar souvenirs y otros miles caminan y caminan sobre los puentecitos centenarios que unen las islas para calmar su avidez de ver. Pero no hay demasiado bullicio, apenas las sirenas de las lanchas. De pronto, un alarido los sorprende: