Cuando el alero zurdo del equipo rival empezaba a pensar que al día siguiente debía enfrentar a Juan Zambo Benítez, al marcador de punta del Barcelona, se le quitaba el sueño y empezaba a tomar agua de valeriana por litros. Pasarlo a Benítez y tratar de centrar o avanzar por la raya era una empresa casi heroica. La técnica del jugador torero no tenía nada que envidiar a los mejores. De hecho él estaba entre ellos. Pero el signo vital de su paso por el fútbol era la fiereza, la valentía, el coraje indomable que brotaba por sus poros cuando se calzaba la camisa amarilla de seda que se abotonaba con corchetes. Aquel hombre dicharachero, risueño y bromista se transformaba en un guerrero que cerraba a machote el paso de los punteros. El que se atrevía llevaba la marca del Zambo. Lo sabía su compañero Carlos Pibe Sánchez, receptor del grito de Benítez cuando el puntero sorteaba la marca: ¡Tranquilo, Pibe, que va herido!