Estamos en Uruguay, la antigua “Suiza de América”, durante décadas pequeño baluarte de la educación pública y la seguridad, el país de los eternos tres millones de habitantes, antaño “orientales”, luego uruguayos. Nación donde la vida parece transcurrir a una marcha menos que en el resto, y en el que el fútbol y el asado son ritos inviolables y las playas, maravillosas. Asistimos al Sudamericano sub-20, viejo cofre del que siempre surgen joyas fabulosas. En los primeros 20 partidos, una sola igualdad, y porque con ella clasificaban ambos: Perú 1, Paraguay 1. “Está lindo el campeonato”, escuchamos. Cuando no hay empates, el hincha se entusiasma. El empate deja un sabor pastoso en la boca, y si es en blanco, mucho peor. Como polo opuesto, el triunfo genera alegría o tristeza, parte esencial de este juego, cuyo condimento básico es la emoción.