De cáscara dura e interior blando y tierno; gruñía al primer contacto, luego se abría y entregaba su amistad entera, sin dobleces. Protestón, afable, charlista empedernido, humorista, parroquiano eterno del café de la esquina, filósofo de la barra, epicentro de la mesa “con los muchachos”, sus inseparables compañeros del fútbol, con quienes pasaba horas… Así era Alfredo Di Stéfano Lauhle, un hombre de Buenos Aires, un porteñazo total, tanguero, nieto de inmigrantes que hicieron la Argentina multicultural del siglo pasado. Tenía un abuelo alemán, una abuela irlandesa y, de parte de padre, raíces genovesas. Era una gota de uranio enriquecido por su barrio, Barracas, al que amó profundamente hasta ayer, seguro, cuando se le apagó para siempre el disco rígido de su cerebro veloz, chispeante, siempre alerta. Barracas era la llave para abrirle el corazón, contarle un recuerdo de su barrio, donde aprendió a jugar al fútbol sobre los adoquines de la calle.