Como nunca, en estos últimos cinco o seis años el debate de cómo se hace periodismo en el Ecuador ha estado en una permanente exposición pública, con participación directa no solo de periodistas, sino del público.
Un debate que, además, ha saltado desde los “cenáculos del conocimiento” y autoaislamiento de las salas de redacción, a redes sociales, a ámbitos de la docencia, al escarnio político y público. Aquello ha puesto más interesante la reflexión: defensores y detractores hablando de un tema que afecta fundamentalmente a las audiencias que han sido beneficiarias, pero también víctimas de esta actividad de interés social.
Solo que ahora el debate me sesga. En lo personal porque uno de los involucrados es un maestro al que le debo una gran lealtad por todas las enseñanzas generosamente compartidas y sobre quien me resulta difícil escribir con imparcialidad, debo advertir al lector. Aquí el primer reto: ¿Y si el error lo hubiese cometido un actor diferente, de la prensa pública por ejemplo? ¿El comentario hubiera sido implacable? ¿Mostrado conmiseración?
La semana pasada un reconocido editor de medios impresos presentó un texto en formato de entrevista que nunca hizo, un error cuyo análisis no debe limitarse exclusivamente al discurso ético del ejercicio del oficio.
A Rubén Darío Buitrón, el editor, lo conozco desde hace mucho en lides diarias; siempre fue un maestro dedicado a hablar del buen periodismo. Las enseñanzas que compartió han influido en coordinadores, directores, periodistas rasos, aspirantes a informadores, empíricos, teóricos... Y como ellos, le debo muchas orientaciones.
Pero cometió un error que despertó expectativas, demandó respuestas, exasperó pasiones. Cautivó e hipnotizó exclusivamente en el punto negro en medio de la pared blanca. No requiere de mayor ciencia el aprendizaje que brinda esta transgresión al oficio: la verdad es un fundamento inobjetable en el arte de comunicar. Pero también hay otras, como la inalcanzable condición humana de la infalibilidad; la humildad de admitir el error; la ventaja que tenemos unos “ungidos” para comentarlos en los espacios de los medios de comunicación; la obligación de no olvidar ninguna de las anteriores.
El análisis –que a veces es despiadado– debería considerar esa categoría de seres humanos falibles que somos. Es decir, que ese espejo que es el periodismo también permita mirar nuestros interiores, nuestras imperfecciones, nuestras lealtades y deslealtades. Y nuestras subjetividades y parcializaciones, como me lo plantea el actual escenario, y esta ya es otra enseñanza.
El tema se ha vuelto personal para muchos. La oportunidad para agredir visceralmente de la misma manera en la que ellos se sintieron agredidos, pero eso no le hace bien al periodismo; no enseña nada, no se vuelve referente de nada. Así no seremos mejores.
La enseñanza del error –porque si lo dejamos solo en el error y su crítica visceral, no servirá de nada hablar de él– desemboca más allá de las perogrulladas de que “el periodismo es ética”.
Un gran maestro se equivocó. Uno que, además, ha sido implacable con los errores de otros. En conclusión, la lección que esto nos deja debe ir más allá del periodismo mismo, para que de regreso, hagamos un oficio más humano.