Con ocasión del Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Seúl, 1989, tuve una penosa experiencia en Corea: poco o nada entendí de sus costumbres, de sus templos, de sus ceremonias. Numerosos ecuatorianos tienen la misma experiencia en Ecuador: no conocen qué es un templo frente al que transitan; ignoran el contenido del credo religioso, sus ceremonias, sus normas. Esta ignorancia tiene su historia. Los clérigos evangelizadores propusieron la fe cristiana a los habitantes originarios; esos otros clérigos, condicionados en su tiempo, fundieron evangelización con colonización, pretendieron imponer la religión cristiana. La Ilustración en el siglo XIX vio solo la imposición, no vio la obra grandiosa de la fe mestiza y tomó la bandera de indiscriminada liberación de lo religioso.
En concreto, hay varias ideologías que llamamos laicismo. Entre las personas que introdujeron el laicismo en Ecuador había ateos; teístas que veneran a un dios que se imaginan impersonal; había también creyentes en un Cristo, Hijo de Dios no tan encarnado, porque lo imaginaban encerrado en el templo, sin hacer suyas las angustias y esperanzas humanas. Todo laicismo coincide en suprimir ese viejo adagio, nefasto para la Iglesia: “la religión del príncipe es la religión del pueblo”. Había que separar al Estado de la Iglesia, afirmando la libertad religiosa. No distinguieron (no distinguen) la catequesis de la instrucción religiosa. La catequesis es tarea de la familia y de la Iglesia; la instrucción religiosa, como toda instrucción, es preferentemente tarea del Estado. Ateos, teístas y cristianos superficiales, identificando lo religioso con opresión de conciencia; identificando también instrucción religiosa con catequesis, suprimieron de la instrucción pública todo lo religioso. Impidieron e impiden así a las personas situarse culturalmente en su propio país. Ese laicismo que propugna libertad de conciencia, separación Estado-Iglesia, ese laicismo o mejor laicidad, es benéfico para todos. Ese laicismo que, rechazando todo lo religioso de la vida pública, recorta de la instrucción el elemento religioso, incapacita a los ciudadanos a interpretar el medio en el que viven, les impide vislumbrar de dónde vienen y adónde van.
El vacío de lo religioso en la instrucción es generalmente llenado con prejuicios y visiones estereotipadas de algunos comunicadores sociales. Este vacío debilita tanto el sentido crítico, que los ciudadanos aceptan con más facilidad lo necio que lo sensato.
La supresión general de los valores en la instrucción pública es consecuencia de la supresión de lo religioso; que es como el humus en que se fundan los valores.
Los nuevos artefactos técnicos dan fácilmente resultados sin el dolor de pensar, sin el gozo de generarlos. Niños y jóvenes, sus mejores usuarios, corren el riesgo de cerrarse a lo simbólico y espiritual, sin distinguir y sin apreciar lo humano. En este contexto, el filósofo Francesc Torralba habla de un analfabetismo simbólico y espiritual propenso a idolatrar la técnica.
La queja por la explosión de la criminalidad seguirá estéril, mientras los ciudadanos, con y sin autoridad, no nos decidamos a valorar y unir en la instrucción y educación la técnica, la ciencia, los valores humanos, uno de ellos, el religioso.