¿Es posible que un poder que no se haya alcanzado a través de la insurrección de masas pueda construir el socialismo? ¿Han reflexionado quienes hoy se sienten revolucionarios sobre las consecuencias de este norte no solo en la sociedad sino en sus trayectorias de vida? ¿Podrán los actuales izquierdistas ser consecuentes con lo que tal proyecto histórico demanda? ¿Son conscientes, en fin, de los sacrificios de este compromiso? Si consideramos el origen y la posición de clase de la inmensa mayoría de adeptos de la revolución ciudadana que ha copado puestos (y sueldos) en el Estado hallaremos, más bien, poco socialismo auténtico.
 
Una sociedad que respalde la efectiva aplicación de los derechos en beneficio de las mayorías no será, por cierto, capitalista. Hasta Albert Einstein denunció el terrible costado depredador del capitalismo. Un pequeño pero importante libro de Gerald A. Cohen, ¿Por qué no el socialismo? (Buenos Aires, Katz, 2011), acaso ayude a plantear algunas inquietudes sobre esta encrucijada. Para Cohen, filósofo de origen canadiense que falleció en 2009, erigir el socialismo es como irse de campamento, pues en ese escenario no hay jerarquías; antes bien, los campistas están obligados a cooperar en el marco de preocupaciones e intereses comunes.

Para sobrevivir, nadie abusará de otro en la acampada, a no ser que se quiera poner en riesgo a los demás y a sí mismo. Para eso es la cooperación: “las personas cooperan en el marco de una preocupación común para que, en la medida de lo posible, todos tengan la misma oportunidad de prosperar y de relajarse, con la condición de que contribuyan según su capacidad a que otros prosperen y se relajen”. También se enraíza un nuevo sentido de comunidad: “que a las personas les importen los demás, y que siempre que sea necesario y posible los cuiden, y que además se preocupen de que a unos les importen los otros”.

No es fácil conjugar siempre y en todo lugar el principio de igualdad con el principio de comunidad, ya que la promoción de la igualdad de oportunidades exige una política de igualación y otra de redistribución. ¿Estamos listos para ello, con la experiencia capitalista en que hemos llevado nuestra existencia? Es más, a nuestros revolucionarios recientes debe atraerles el capitalismo si consideramos dónde y cómo viven y lo que consumen. Cohen plantea así la cuestión: “en el marco de la reciprocidad comunitaria yo produzco con un espíritu de compromiso con los otros”. Pero, entre nosotros, ¿no hemos visto socialistas con la lógica de amigos y enemigos?

Cohen levanta otras interrogantes: ¿Sería deseable el socialismo si fuera factible? ¿Es factible el socialismo? ¿No impide la naturaleza egoísta de las personas la concreción del socialismo? Como no es permanente nuestro espíritu cooperativo y solidario con los desconocidos, no sabríamos cómo convertir a la generosidad en el motor de la economía: “el principal problema con el que se enfrenta el ideal socialista es que no sabemos cómo diseñar la maquinaria que lo haría funcionar. Nuestro problema no es primordialmente el egoísmo humano, sino la falta de una tecnología organizacional adecuada: nuestro problema es un problema de diseño”. ¿Será esto algo posible de resolver? ¿Nos iremos todos de campamento?