Tiene razón el excelentísimo señor presidente de la República en prohibir que tanto sus ministros y sus ministresas cuanto los demás funcionarios de su gobierno no den declaraciones ni concedan entrevistas a esa prensa a la que llama corrupta, bastarda, perversa, infame y a la que rompe físicamente para demostrar su capacidad de pasar de las palabras a la acción, para solaz de la parroquia.
Para el excelentísimo señor presidente de la República las declaraciones de sus subordinados no hacen sino contribuir a que esa prensa corrupta venda más y, por tanto, se llene de dinero que, según él, es el único fin que persigue.
Por eso, el excelentísimo señor presidente de la República se ha encargado de que su gobierno –usando los fondos del Estado a discreción– disponga de canales de televisión, radios y periódicos en que la palabra oficial aparezca nítida, incuestionable, innegable e irrefutable.
Ha repetido insistentemente el excelentísimo señor presidente de la República que cualquier individuo que compra una imprenta se cree en el derecho de decir lo que le da la gana. Y, con esa lógica, él ha ordenado comprar rotativas y equipos, además de mantener su dominio absoluto en los canales incautados, tarea con la cual intenta copar todos los espacios informativos a través de los cuales los ecuatorianos (y ecuatorianas) estemos al tanto de la magna obra que realiza, la aceptemos sin discusión y la recibamos sin el más leve beneficio de inventario.
Buitres ha llamado a los medios privados que han ejercido su derecho a informar, fiscalizar y expresar su opinión sobre la realidad circundante.
Y en eso también lleva razón el excelentísimo señor presidente de la República: si los medios gubernamentales son tiernas palomitas que se nutren de la palabra oficial, los privados se alimentan de la carroña que se esparce desde el poder y cuyos efluvios pestíferos el Gobierno busca tapar.
Y es que entre ese país idílico que pregona el excelentísimo señor presidente de la República y el país real, existe una distancia que resultaría imposible de vislumbrar si alguien no hurgara en las entrañas donde yace acumulada la podredumbre.
Por eso, el excelentísimo señor presidente de la República soslaya, con su mueca nerviosa y su verbo incontenible cargado de improperios, las sistemáticas denuncias que esa prensa realiza sobre las trapacerías de su gobierno corrupto. Él prefiere mirar para otro lado cuando afloran las muchas deshonestidades que los revolucionarios de mentirijillas cometen a discreción y ha escogido el atajo del descrédito y la injuria hacia la que considera su principal enemiga: esa prensa que dice lo que él quiere que se calle, que se esconda, que se olvide.
Sin embargo –y muy a su pesar– los actos de asalto a los fondos públicos quedarán registrados, si no en la justicia ciega que el excelentísimo señor presidente de la República manipula a su sabor, sí en la historia y en la memoria del hombre común. Si se niega a verlos, el excelentísimo señor presidente de la República es porque los aúpa y santifica, al tiempo que, con su desdén y su permisividad, da paso a que otros nuevos sigan fraguándose impunemente en los trescientos años que todavía le restan de mandato.