Reflexiones y propuestas |

La alegación propuesta por los jerarcas nazis en los Juicios de Nuremberg, cierta y sustentada además, en el sentido que todos sus atroces actos de genocidio y exterminio masivo, se ajustaban al ordenamiento jurídico alemán entonces vigente, produjo por una parte la obligación de asumir como no deseable la absoluta separación del derecho y la ética pregonada por el positivismo extremo representado por Hans Kelsen y por otra, la necesidad de establecer un sistema supranacional de protección de los derechos humanos, que pueda amparar a los individuos de los abusos de sus propios estados.

De esta forma se puso a debate uno de los puntales sobre los que se habían edificado las estructuras estatales en los siglos XVIII y XIX, me refiero a la soberanía en su acepción westfaliana. La Paz de Westfalia suscrita en 1648, mediante la cual se dio por terminada la Guerra de los Treinta Años en el Sacro Imperio Romano y la Guerra de los Ochenta Años entre España y Holanda, estableció entre otros aspectos un concepto de soberanía por el cual cada nación era enteramente responsable por sus territorio, población y leyes, sin posibilidad de injerencia o intervención de entes externos.

Este concepto de soberanía fue acogido plenamente primero por los Ilustrados ingleses del siglo XVII como Hobbes y Locke y posteriormente, por los franceses del siglo XVIII, especialmente Rousseau, quien traslada la soberanía del monarca al pueblo, poniendo en manos del gobierno la labor de implementar la voluntad popular.

El concepto de soberanía westfaliano fue vigorosamente utilizado por los países europeos, especialmente cuando de establecer sus políticas colonialistas se trataba, pues permitió legitimar cuanto abuso fuera imaginable, sin posibilidad de intervención exterior y siempre con la soberanía como escudo de protección de las arbitrariedades cometidas.

Este mismo escudo se utilizó por parte del fascismo y nazismo en el siglo pasado, para justificar todo aquello que se hacía en nombre de la “voluntad del pueblo italiano” o el “sano espíritu del pueblo alemán”. Millones de muertos en un Holocausto sin paralelo en la historia de la humanidad, son los testigos de lo que la soberanía estatal puede hacer a lo interno con sus miembros.

Es por esto que luego de la Segunda Guerra Mundial y de constatar los horrores cometidos bajo la bandera de la soberanía como autonomía nacional inviolable, se plantea la constitución de una sociedad internacional, una comunidad de estados que suscribe tratados y convenios internacionales de protección de derechos humanos y acepta los dictados y decisiones de los órganos encargados de implementar los mismos.

Estos tratados son de naturaleza diferente a aquellos firmados por los estados entre sí, que establecen derechos y obligaciones recíprocas.

En el caso de las normas internacionales de protección de los derechos humanos, los estados se comprometen unilateralmente, respecto de sus miembros y de los derechos tanto individuales como colectivos sin recibir nada a cambio.

Sin lugar a dudas la estructuración del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos con la Comisión y la Corte como sus integrantes, fue un paso decisivo en el esquema de protección de dichos derechos.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, fue blanco de críticas desde un inicio, pues representó siempre un límite y una barrera de contención a la arbitrariedad estatal, lo cual explica el porqué Pinochet, Videla y más tarde Fujimori enfilaron sus dardos en su momento contra la CIDH.

El argumento siempre fue el mismo, un país soberano no puede permitir injerencia exterior, ni acatar decisiones de órganos supranacionales. Paradójicamente estos fundamentos esgrimidos por la derecha más reaccionaria de Latinoamérica, han sido reeditados por los gobiernos enmarcados en el denominado Socialismo del Siglo XXI.

Chávez en Venezuela ya denunció la Convención Americana de Derechos Humanos y Correa se presentó ante la OEA para vociferar en contra de la CIDH y de sus atentados contra la soberanía estatal.

¿Cuál fue el pecado cometido por la CIDH que desató la ira divina del presidente? Simplemente el haberle dado una palmada en las manos, cual niño malcriado al que se le ha sorprendido robándose caramelos, cuarenta y ocho horas después de que nuestros jueces recién estrenados en la Corte Nacional de Justicia, habían dicho que calcular su honor con base al Presupuesto General del Estado, establecer responsabilidad civil respecto de una persona jurídica que no era penalmente responsable y penalizar como autores coadyuvantes a los dueños de un diario por no ejercer control previo de contenidos, en los artículos de opinión, no eran causales de casación. Todo esto sin contar con que a esa fecha ya existían una serie de denuncias, respecto de la autoría de la sentencia.

Esta intervención del Sistema Interamericano de Derechos Humanos en un juicio de acción privada del presidente, ha sido considerada como un atentado contra el Estado, lo cual nos lleva a pensar que el presidente, al igual que Luis XIV, el epítome del absolutismo, considera a estas alturas de la Historia que “el Estado soy yo”.