Si solamente fuera un problema de desconocimiento, se podría arreglar con un curso rápido de Derecho Constitucional o de principios básicos de Ciencia Política dirigido a los encargados de escribir las cartas que debe firmar el líder. Pero el contenido de la última, esa que fue dirigida al presidente de la Asamblea, demuestra algo más que simple desconocimiento. Es innegable que hay mucho de este ingrediente, por ejemplo, cuando aluden a la crisis del Parlamentarismo (así, con mayúscula) en un país de régimen presidencial como es Ecuador e incluso cuando gramaticalmente confunden el subjuntivo con el potencial (“fuera” por “sería”), lo que debe dar vergüenza propia y no solo ajena.

Pero, esas faltas y vacíos no son casualidades ni pueden explicarse por causas coyunturales del juego político. Por el contrario, expresan un asunto de fondo ya que se derivan de la concepción de democracia que predomina en los altos círculos. No se trata solamente de las opiniones de cada uno de los presidentes, el de la República y el de la Asamblea en sus respectivas cartas, que al fin y al cabo son de su exclusiva responsabilidad, sino de lo que ya está plasmado en la letra de las normas, comenzando por la Constitución. Como fue advertido a su debido tiempo, en ella se sentaron las bases para lo que se dio en llamar hiperpresidencialismo. Los poderes asignados al presidente no tienen parangón en la historia reciente del país y superan largamente a los que tienen los mandatarios de los otros países latinoamericanos.

Al ser entregados a alguien con vocación autoritaria, esos desmedidos poderes tenían que producir lo que han producido. Hay que recordar que sin ellos fue posible defenestrar a más de medio Congreso –lo que en cualquier parte del mundo, por aborrecibles que fueran los diputados, se consideraría golpe de Estado–, de manera que las normas vinieron solamente a formalizar y legitimar una orientación que ya estaba claramente dibujada. La manera en que se han aprobado las leyes, con absoluta hegemonía del Ejecutivo, el cierre a cualquier intento de fiscalización y la sumisión de la bancada gubernamental son las expresiones del éxito en la aplicación de ese modelo. Por ello, no puede llamar la atención que ahora callen e impidan el debate dentro del organismo que está hecho para debatir, para parlamentar. Tampoco debe sorprender que en la respuesta de Fernando Cordero no se pueda encontrar a un presidente de la Asamblea, sino al dócil subordinado que da explicaciones al jefe.

Lo que sí sorprende de esa carta de respuesta es el pobre criterio que tiene de su jefe. Lo ve como a una persona voluble, alguien que está sujeto a la influencia de los opositores, que no se informa adecuadamente, que no verifica los hechos antes de pronunciarse sobre ellos y, como se encargó de aclarar en una entrevista en El Comercio, que se deja confundir por “cepillos y chismosos”. Menos mal que compensó este exabrupto con el silencio ante el veto total a la Ley de la Función Legislativa.