Fue para quienes nacimos y crecimos junto a él un símbolo de la cultura de barrio, cimentada en la amistad sin límites, en la hermandad de la emoción y la aventura que emprendíamos por los cerros cirueleros, por el río y el Salado, en los que aprendimos a nadar y a remar en mañanas de alborotadas vacaciones, cuando la ciudad misma y el tiempo eran más seguros y llevaderos.