Fue para quienes nacimos y crecimos junto a él un símbolo de la cultura de barrio, cimentada en la amistad sin límites, en la hermandad de la emoción y la aventura que emprendíamos por los cerros cirueleros, por el río y el Salado, en los que aprendimos a nadar y a remar en mañanas de alborotadas vacaciones, cuando la ciudad misma y el tiempo eran más seguros y llevaderos.

Tenía Abel las cualidades de un líder nato. Estaba destinado a brillar en cuanto emprendía y por ello, desde sus primeros pasos, fue el mejor. En las tardes futboleras era un gambeteador insigne, sin valerse de la vereda para tejer paredes. Se las fabricaba él mismo, con su dominio de la pelota de trapo en un barrio de regateadores que descosían la esférica hecha con restos de media nylon y aserrín.

Fue después que llegó la pelota de indor. Eso era otra cosa. Competía en habilidad y goles como ilusionistas callejeros del engaño con la cintura y los pies, como Manolo Suárez, Alfredo Ramírez, Carlos Vasconcellos, Neptalí Calle, Héctor Salvatierra y los zurdos Pepe Macuy y Nelson Cruz. Salía por donde nadie lo imaginaba, aunque a veces se encontraba con el botín rudo de Marcelo Lazo, que lo paraba en seco y proclamaba orgulloso: ‘!Soy el único que puede parar al Negro Abel!’. Tal vez por eso decidió llevar su magia al cuidado del arco. Sus voladas acrobáticas no tenían nada que envidiarle a Los Yacopis que un día nos asombraron en el circo que llegaba siempre a un costado de la Piscina Olímpica a inicios de los años 50.

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Abel pudo ser uno de los mejores arqueros de Guayaquil por seguridad, elegancia, talla. Lo mostraba todos los días en el asfalto de Pedro Moncayo. También lo dejó clarito en el cemento del American Park y en el River Oeste, donde jugaba en los equipos que armaba el Flaco Chavarría. Igual en La Atarazana, donde lo llevaba a entrenar Gerardo Layedra, el crack del barrio que brillaba en Everest y en la Selección. Un día lo llevaron a probarse en Chacarita, para que fuera suplente de Vicente Amador. Asombró al Mellizo Mendoza, que era el ex-DT, pero solo le ofreció ser tercer arquero. El segundo era nuestro amigo Empanada, quien vivía en la casa de Fico Laínez.

No fue más. Abel prefirió dedicarse a la bicicleta que le había comprado don Juan de Dios Morales. Compitió en los torneos de EL UNIVERSO, que organizaba en el Centenario Carlitos Chérrez Gómez. El equipo del barrio fue invencible, especialmente el encabezado por Alfredo Albuja, que luego fue una estrella; Abel, Fico y Lucho Charvet. Pero un día desbarató la bicicleta en una locura que practicaba a diario: se lanzaba desde la empinada escalera del primer piso de su casa, aparecía volando por el portal y caía reciamente en la calle. Los demás debíamos detener el tránsito de peatones y vehículos para evitar una tragedia.

Fue parte de nuestra alegría. Nadie le ganaba para bailar el mambo de Pérez Prado en las fiestas del barrio. Aprendió mientras veíamos las películas mexicanas desde la galería del Teatro Quito, y fue allí donde descubrió que podía cantar como Pedro Infante. Fue el alma de los serenos en nuestros primeros romances. Para acompañarlo, el Gordo Alfredo Alvarado aprendió a tocar el acordeón y Carlos Vasconcellos descubrió (?) que sabía tocar la batería que alquilábamos donde Nota, un saxofonista a quien solo escuchamos siempre afinar y nunca entonar una canción.

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Un día Abel nos dijo que había convencido a sus padres que lo matricularan en el Aero Club para hacerse piloto. Aprendió, aprobó y se graduó de capitán del aire. Después lo aceptaron como piloto del Ejército, con grado de subteniente. En sus días francos se arrimaba a nuestro barrio y nos contaba mil aventuras sobre los aeroplanos que le confiaban.

Una noche bajó elegante, como siempre. Conversó hasta las 23:00 y se despidió de nosotros. Muy de mañana iba a volar a Quito y de allí a Pastaza. Fue un 6 de abril de hace 50 años. Fue un adiós para siempre porque a poco de salir de la capital su avión se perdió sobre los Llanganates. Sus restos y los de su copiloto, Pedro Salas, fueron hallados una semana después.

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Nunca habíamos sentido un golpe tan brutal. Se había ido para siempre un hermano inolvidable. A lo largo de medio siglo, en cada encuentro de los que quedamos, siempre hay un recuerdo para Abel Morales Beltrán, arquero, regateador, ciclista, enamoradizo, bailarín, cantante y capaz de las más divertidas bromas. !Quién lo creyera! Han pasado 50 años de nuestro primer encuentro con el hondo dolor de la muerte.