Quiero hacer, como lo haría cualquier ciudadano común, sendos análisis sin vueltas ni retórica sobre dos asuntos de actualidad que han sido noticias en los últimos días. Nadie duda de que los indígenas al igual que los llamados grupos sociales o cualquier otro colectivo humano, tiene derecho a efectuar una marcha o una caminata o un recorrido pacífico por las calles o vías del país y a pedir al Ejecutivo o al Legislativo lo que crean necesario, pues la Constitución establece en su artículo 66, párrafos 13, 14 y 23, en beneficio general, “el derecho a asociarse, reunirse y manifestarse en forma libre y voluntaria” y “el derecho a transitar libremente por el territorio nacional”, así como “el derecho a dirigir quejas y peticiones individuales y colectivas a las autoridades y a recibir atención o respuestas motivadas.” Y bien sabido es que la motivación es la enunciación de las normas o principios jurídicos en que se funda cualquier decisión.

Por eso no llego a entender cómo justifica el Gobierno, si se atribuye una conducta de respeto absoluto a la Constitución y al orden jurídico establecido, todas las cortapisas que puso a la caminata indígena, impidiendo el arrendamiento y utilización de buses con el pretexto de que quedaban desatendidas las rutas usuales, si el propio régimen, al decir de algunas publicaciones, emplearon cientos de esos mismos buses para que partidarios suyos entraran a Quito el 22 de marzo a efectuar una especie de contrapeso a la marcha de los grupos sociales, amén de la Policía que también hizo lo suyo para impedir el libre avance de los caminantes.

El Gobierno tiene derecho a convocar a sus seguidores porque eso es, igualmente, parte del juego democrático, tanto más que los hechos acaecidos en las últimas décadas de la historia política del país demuestran con claridad que cuando las manifestaciones populares se desbordan acaban con lo establecido, pero lo que no está bien es que el respaldo al régimen organizado oficialmente, impida al mismo tiempo que se expresen aquellas personas que plantean demandas a la administración o cuestionan su gestión. Hay miedos ocultos que crean fantasmas que aparecen en las mentes de algunos funcionarios públicos.

El otro tema que quiero mencionar es el de la explotación minera a cielo abierto, asunto serio que no debe ser banalizado. Hay que opinar y discutir con argumentos científicos y técnicos acerca de los beneficios que esa actividad reporta y, principalmente, si es verdad el potencial daño ambiental, es decir, la afectación a la biodiversidad y a los ríos y acuíferos de la zona suroriental del país donde se explotará el cobre o si, por el contrario, con la tecnología y recursos actuales, es posible controlar aceptablemente los posibles perjuicios.

Preocupa también que sean los mismos chinos que financiarán las obras, los que las construirán y explotarán la mina, y los mismos que fiscalizarán y vigilarán que se cumplan con las limitaciones respectivas porque el Estado no tiene suficientes geólogos ni equipos humanos preparados para tales cometidos. ¿Nos harán chinos los chinos?

Además –y creo que es una reflexión importante y de fondo– es muy tarde para hacer cuestionamientos eficaces porque el contrato ya está firmado. Así de simple.