Ya corrió la tinta sobre la entrevista que el presidente Correa concedió a la TVE la semana pasada. Brotaron chispas entre el entrevistado y la periodista Ana Pastor, chispas que me permiten una reflexión sobre tratos, cortesía y modales que brotan de esos modelos de conducta que se llaman educación e ideología. Mientras la periodista siempre trató a su invitado de “presidente” –que en la práctica equivale a un “doctor” o “ingeniero”–, él empezó con un amistoso “Anita” del que no se apeó hasta que ella le dijo que no estaba acostumbrada al diminutivo.

¿Exageramos los que siempre reparamos en el valor de las palabras? Con el oído y el ojo atentos vemos que cada expresión oral o escrita nos planta de cuerpo entero frente al mundo. Mientras unos se deslizan por el camino zigzagueante del lenguaje indirecto, ese que evade, da vueltas y teme el nombre de las cosas; otros se apropian de las palabras y las lanzan hacia el otro como dardos. ¿Quién le diría Rafael, al presidente en una primera interlocución con él? Pero él llamó Anita a la periodista en una señal de “graciosa deferencia” (y recuérdese que el sustantivo también significa “conducta condescendiente”), de esas de las que está poblada la cortesía masculina y no conocen lindero entre gesto amable o paternalista o seductor, que tamiza las relaciones profesionales con tintes de otros ámbitos.

¿También el cuidador de carros o el trabajador de la gasolinera quiere ser amistoso cuando nos dice “mi reina” o “madrina” y no, simplemente, “señora”, como sería válido reconocer a cualquier mujer más allá de los 23 años sin estar elucubrando sobre su estado civil? Por allí van las cosas. Los diminutivos en español tienen una doble connotación: suavizan y empequeñecen –si el padre es Carlos, el hijo es Carlitos– y también rebajan, reducen, menosprecian –“¿te servirá ese ‘trabajito’?”– por tanto, aunque impere una intención sobre la otra según el contexto, la segunda no deja de permanecer en el sustrato de una alocución o discurso.

En tiempos en que el pronunciamiento de la RAE sobre el sexismo lingüístico ha acalorado muchas discusiones de todo tipo, es conveniente reparar en que el intercambio de tratamientos también puede responder a esa actitud de superioridad o cortesía con que el esquema masculino marca el comportamiento social: los gestos afables pueden enmascarar conducta de subestimación sobre las mujeres, así como de desmesurada sumisión de quien se siente menos. Para evitar estos matices es que el encuentro profesional de la gente debería apelar a una cordialidad neutral.

El tema del sexismo lingüístico es apasionante y requiere ser abordado desde bases gramaticales y feministas. Tengo años familiarizada con él y todavía no me he manifestado, precisamente porque lo estudio con serenidad. El apasionamiento multiplica los errores –por ejemplo, lenguaje no es sinónimo de lengua o idioma y veo que se usan los tres términos como si fueran sinónimos– y defiende unas violencias sobre los usos idiomáticos que harían fatigante, chata e incorrecta la comunicación. Porque por muy rebeldes que queramos ser en nuestra apropiación de la lengua madre, todos, absolutamente todos, seguimos unas pautas a las que les reconocemos el carácter de corrección. Y por ellas vela la RAE.

Precisamente en matizar la carga semántica de las palabras –a costa de los giros, imágenes, sonoridades cargadas y hasta vacías– radica la eficacia de los mensajes. Y si “Ana” fue tratada como “Anita” por quien lidera un gobierno que hace campaña publicitaria contra los diminutivos, tenemos que tomarlo en cuenta.