Si un libro me atrapa, no lo suelto hasta el final aunque me den las cuatro de la madrugada. La casualidad quiso que entrevistase en pantalla al autor de Hallado en la Grieta. Dedicatoria estampada como zarpazo en contraportada. Destapé aquella caja de Pandora temiendo que huya la esperanza. Los personajes claves: la oriental Aylin, el desabrido Valdemar Ventura (“Hay una edad en que la vida más que dar te quita”) comparten fascinación, mezcla de atracción y repulsión capaz de llegar al crimen, al suicidio. Aylin trae a cuestas jirones de un pasado obsesivo, hongos letales que coronaron Hiroshima, Nagasaki, donde no hubo vivos para sepultar a los muertos.

Sea lo que fuere quedé hechizado. Mackenzie sería mi guía en Galápagos donde me falló el encanto pues me tocó investigar un caso de prostitución infantil, compartir indignación frente a lo monstruoso. Comprendí que si no hubiera espacio entre la materia desaparecerían espacio y tiempo. Mis once años volvieron, con ellos el bombardero Enola Gay largando su carga sobre Japón.

Aquella insólita pareja, presa de convulsiones en un mundo claustrofóbico “donde no puedes tocar a los lobos, a los pájaros, a nadie que no sea humano” comparte voluptuosidad, resentimientos, muele recuerdos. Valdemar controla con nitroglicerina, producto altamente detonante, palpitaciones de su corazón “bomba roja que a veces explota”. Divino infierno o infernal paraíso se volverá aquella hostería curiosamente llamada Edén. “A los hoteles vienen los que se aman, no los que quieren vengarse. Esto debe ser un jabeque, una cueva de leches, un patín, una tumbadera”. Habitación doble para una doble muerte. Entre relámpagos viscerales corren amenazantes reacciones: “Hay una mirada que exige pudor, de lo contrario es mirada ciega como la de la muerte”. Asoma el miedo “que no es posesión de nadie, casi peso muerto o carga inevitable”.

Hiroshima no termina de arder “no porque Dios no haya amado al mundo sino que en su odio por el crimen del hijo reclama una medida de sangre”. Entre besos de vidrio y cervezas heladas la vida sigue un curso incierto. De pronto vuelven a mi memoria los mares que me fascinaron, el de Lautréamont “No bastaría toda el agua del mar para lavar una mancha de sangre intelectual”, el barco ebrio de Rimbaud “Yo he visto el sol caído manchado de místicos horrores”, Holderlin “el oleaje surgente de la vida”, el de Hemingway, el de Homero y Ulises. Encuentro todo aquello en la prosa de Mackenzie capaz de llegar hasta el poético susurro: “el agua cesó de caer, se transformó en una cortina de hilos de linfa, asustada y aterida”. Estalla este grito que hubiera firmado Camus: “Si todo es falso ¿por qué luce tan verdadero?”, en cual caso la muerte podría ser un invento de los vivos.

La cerveza dorada es mejor que el Prozac “porque quien bebe solo siempre se inventa un interlocutor imaginario”. Esta novela anda a sotavento, sacude entre odios y pasiones. El cementerio marino de Valery “entre pinos palpita, entre tumbas”. La vida aquí es solo ese algo que fermenta en la culpable alegría de Baudelaire.