El beso de mi madre me despertó aquella mañana. Su gesto de amor fue siempre el mejor regalo, pero la vida me tenía deparada una sorpresa más aquel 20 de febrero de 1952, día de mi cumpleaños. Los regalitos de siempre, recibidos con una sonrisa de gratitud, y la temprana lectura de EL UNIVERSO, empezando por las páginas deportivas, que traía una foto de un equipo famoso: Santa Fe de Bogotá.

Alistaba una revancha con el efímero pero recordado Río Guayas, primer campeón de nuestro profesionalismo. Una semana antes habían empatado e iban a definir el pleito. Los colombianos tenían en su plantel a Ángel Perucca, René Pontoni, Jorge Benegas, Héctor Pibe Rial, Mario Fernández y otros cracks de la deslumbrante época de El Dorado.

Me di mi ‘cuelga’ con un partidazo callejero en el barrio. Subí a casa sudado y polvoso. Un viaje obligado al baño y luego el gran suceso que cambió mi vida por completo: mi padre, don José Andrés, me anunció ceremonioso: “Alístate, que nos vamos al estadio”. Él, que me había introducido al bello mundo de la lectura de literatura fina y de grandes revistas, entre ellas El Gráfico, me instalaba, así, de sopetón, en el mundo del balón, el césped y la tribuna para ver nada menos que a las estrellas de Santa Fe y las del Río Guayas.

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Estrené zapatos, pantalón y camiseta nuevos aquella noche de miércoles, limpito y planchado como le gustaba a mi mamá Idalia que vieran a sus hijos. De la mano cálida y amorosa de mi padre, de un lado, y la de mi inolvidable hermano Andrés del otro, caminé entusiasmado hasta la esquina de Sucre y Lorenzo de Garaycoa, de donde salían automóviles (1 sucre por persona) que parqueaban en San Martín y Pedro Moncayo. Ya adentro, mis deslumbrados ojos de niño miraron con ansia el rectángulo verde del viejo Capwell, mientras me preguntaba cómo rodaría el esférico en esa alfombra, acostumbrado como estaba a las polvosas canchas de La Atarazana.

Río Guayas salió por el túnel que daba a Pío Montúfar, y Santa Fe por el que lindaba con Quito. La voz de Paco Villar anunció en Río Guayas, reforzado, aquellos nombres que no iba a olvidar jamás: Valentín Domínguez; Eduardo Spandre, Juan Benítez; Heráclides Marín, Jorge Caruso; el Pibe Luis Carrara, el Loco Basilio Padrón, Óscar Smori, Juan Deleva, Juan de Lucca y Eduardo Bomba Atómica Guzmán. Después entraron Héctor Sandoval, Eduardo Icaza y Abel Tornay. Aquella noche aprendí a fotografiar en la memoria los movimientos de cada futbolista para que el tiempo no borre la emoción de verlos en juego.

Es uno de los mejores regalos que he recibido en mi vida. Desde entonces, hace ya 60 años, sigo el fútbol en cuanta cancha del mundo pueda verlo y, por supuesto, en la TV. Y tuve la suerte de disfrutar del espectáculo brindado por grandes jugadores en aquellos tiempos románticos del viejo Capwell.

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Vi las tejidas memorables del Loco y José Vicente Balseca y su cuate Pata de Chivo Pinto. Salté de emoción con la bicicleta de Pajarito Cantos; las palomitas del Cholo Chuchuca, el Flaco Raffo y el Pibe Larraz; las cerebrales jugadas de Pelusa Vargas y el Pibe Bolaños; los arabescos de Guido Andrade, Mario Saeteros y Clímaco Cañarte; los cañonazos de Simón Cañarte y Wacho Muñoz, la inteligencia suprema de Carmelo Galarza y Jorge Caruso; la elegancia de Eladio Leiss, el Mariscal Gonzabay y el Tano Spandre. Me maravillé con Didí, Djalma Santos, Julinho, Pelé, Alejandro Mur y Garrincha.

En el Capwell de antaño aprendí que el fútbol era un arte que se practicaba con pasión por una divisa. Profesionales eran entonces de pocos sucres y enorme corazón. Algunos de esos astros nacionales y extranjeros no han sido igualados aun hoy, cuando se ganan cifras alucinantes que no están de acuerdo con el nivel económico del país. Y siento lástima por aquellos que usan un micrófono o una pantalla para verter su odio por la historia y descalifican a futbolistas que nunca vieron en su grandeza.

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Tampoco se oye o se lee a periodistas del calibre intelectual y humano de Chiken Palacios, Miguel Roque Salcedo, Francisco Rodríguez, Valenciano, Rafael Guerrero Valenzuela, Paco Villar, Ralph del Campo, Arístides Castro, Ricardo Chacón, o Mauro Velásquez. Los pocos buenos que hay pertenecen a la vieja escuela. El periodismo deportivo, salvo pocas excepciones, ganó en audacia, charlatanería e insolencia y perdió en inteligencia y sobriedad.

Celebro estos 60 años en el fútbol porque he vivido con deleite muchos momentos inolvidables, porque amo el pasado sin estar anclado en él y le deseo mejor salud a este presente que se salva gracias al Barça.