Dramático adiós a las 29 víctimas del accidente ocurrido en la carretera Ibarra-Esmeraldas.

Jaime Castillo Salazar percibió que su corazonada se convertía en certeza y que no volvería a ver a su familia política en el instante en que pasó frente a él la plataforma que arrastraba al destruido bus de la cooperativa Espejo. De esta nadie salió vivo, pensó y buscó la manera de acelerar el paso de su vehículo en la transitada vía Panamericana.

Ibarra es una ciudad acostumbrada al silencio, pero el domingo 19 fue la excepción. Sirenas de los bomberos, policías y ambulancias, la presencia de helicópteros y el llanto de decenas de personas fuera de los hospitales del Seguro Social y San Vicente de Paúl hicieron olvidar que era carnaval.

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Jaime Castillo llegó a las dos de la tarde al San Vicente de Paúl y se abrió paso entre la muchedumbre, preguntó por su familia y sin protocolo fue conducido a paso rápido a la morgue. La imagen lo desconcierta y se quiebra al narrar los ocho momentos en que levantó cada sábana que cubría a sus seres queridos. No había tiempo para un rito de dolor. Era interrumpido por las preguntas de asistentes del sistema sanitario: ¿La conoce?, ¿cómo se llama?, ¿este es el documento de identificación?

Son cosas del destino y no comprende por qué decidieron tomar un bus cuando todos contaban con vehículos. Hace memoria y recuerda que decidieron viajar en transporte público porque Galo Guamán, padre de su cuñada, Anita Guamán, tenía miedo de manejar en una carretera que no conocía. Entonces, los ocho, los Alvarado Castillo, los Alvarado Sánchez y los Alvarado Guamán, partieron considerando, sobre todo, su seguridad física.

En medio del caos están los heridos con sus recuerdos mínimos, el serpentear del autobús, el golpe seco y de repente la gente sobre la gente, asfixiándose unos con otros sin reconocer qué es arriba, abajo o los lados. Uno de ellos, Oswaldo Ayala, con cuatro cuerpos encima, no habría logrado sobrevivir si no hubiera llegado a asistirlo.

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Esa angustia la conocen los 11 miembros de la Iglesia de los Testigos de Jehová que sobrevivieron y están hospitalizados. A dos de ellos, Estuardo Reina y Nelly Ramírez, los trasladaron en helicóptero al hospital Eugenio Espejo, de Quito. Otros siete murieron y fueron velados en el Coliseo de la Unión Nacional de Educadores (UNE).

Wilfrido Ortiz, miembro de la Iglesia, cuenta que hace pocos meses iniciaron la lectura pública de la Biblia en Lita, poblado que marca la frontera con Esmeraldas. “Somos organizados y visitamos el poblado, antes contábamos con un pequeño camión, pero la Policía impidió que lo usemos por un tema de seguridad, contratamos entonces un transporte que continuamente nos ayudaba, pero no apareció, entonces tomaron la cooperativa”, narra.

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En medio del dolor los familiares de los fallecidos deben sortear varios obstáculos. Dónde los velan, cómo trasladan los cuerpos, cómo cubren los gastos. Para la familia Alvarado era un tema a solucionar: contaban con dos camionetas y esperaban para el sepelio la llegada de otra para acomodar los cofres.

Otros sin ayuda alguna, como los Ramírez Quilumba, que perdieron cuatro familiares, se encargaron y gastaron todo. A consultarles si alguien les brindó atención alguna, dijeron –en voz baja– ¿SOAT (Seguro Obligatorio de Accidentes de Tránsito)? Esas oficinas no están abiertas. Era feriado.