Durante la década del setenta los nadadores que éramos estudiantes universitarios en Estados Unidos debíamos, de una u otra forma, retornar a nuestras casas para la época de Navidad y fin de año. Eso preocupaba mucho a los entrenadores porque pensaban que algunos de sus nadadores no iban a tomar conciencia y que no harían el trabajo a ellos encomendado en esas dos semanas de vacaciones.

De alguna mente brillante surgió la idea de repartir, en las dos semanas anteriores a las vacaciones, la cantidad de kilómetros que debían nadarse en esos quince días. Así surgió lo que se denominarían ‘las semanas del infierno’, lo que implicaba nadar por sesión 12 km en la mañana y 12 km en la tarde.

Durante esas semanas nadábamos 15 km por jornada, haciendo muy duras las prácticas. Uno de mis compañeros, Mark Chatfield, cuarto lugar en los 200 metros pecho en los Juegos Olímpicos de Múnich 1972, llegaba manejando su auto al entrenamiento, pero siempre lo acompañaba un familiar. Era para que lo llevara al finalizar porque simplemente abría el auto y se desplomaba en el asiento.

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Otros vivíamos situaciones similares. Nos quedábamos a dormir en el césped del jardín que cubría la parte frontal de la entrada a la piscina de la universidad hasta la segunda jornada de entrenamientos. Esto lo hacíamos hasta el 17 de diciembre, aproximadamente.

Por el tipo de jornada maratónica al que estábamos expuestos la piel se comportaba de forma distinta al estar tanto tiempo en contacto con el agua. Recordemos que somos seres de tierra, no de agua. Ese contacto la volvía extremadamente sensible. Ni qué decir a nuestra mente, que durante tres horas y media divagaba a través de canciones, juegos imaginarios, construíamos castillos en el aire y cualquier otra cosa para hacer llevadero el tiempo que duraba el trabajo.

Debíamos rasurarnos las axilas, ponernos vaselina en el cuello, axilas y entrepiernas, ya que por la hinchazón del músculo empezábamos a perder piel. Para cuando llegábamos a nuestras casas, ya de vacaciones, prácticamente éramos unos zombis. En los siguientes 15 días solo comíamos y dormíamos y nos quejábamos de los dolores musculares. El agotamiento era tal que difícilmente disfrutábamos de la Navidad y fin de año.

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Para cuando ya nos habíamos recuperado era hora de retornar a la universidad. Las vacaciones habían terminado, y estas habían pasado como un vago recuerdo. Esta era la manera como los entrenadores se aseguraban de que nos encontrábamos listos y en excelente forma para las primeras competencias interuniversitarias de enero y también en los meses siguientes, en los campeonatos Sudamericanos.

Esto continúa dándose en los programas universitarios de Estados Unidos. El tiempo cuando uno más entrena y se prepara es durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo, cosa que nuestros técnicos deberían imitar. En nuestro país es época en que los entrenadores dan vacaciones a los nadadores, pese a que los campeonatos Sudamericanos, tanto juveniles y de mayores, siempre se dan entre febrero y marzo.

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Se debe tomar conciencia, para que nuestros nadadores vuelvan a tener el nivel de la década del setenta, cuando hacíamos aquí ‘las semanas del infierno’. Es algo que ya no se da hace muchos años, pero que debe volverse a considerar para recuperar el nivel que tuvimos en la época que cito y que nunca debimos perder. Los verdaderos nadadores nunca tienen vacaciones, solo descanso activo de vez en cuando, y cuando la situación así lo amerita.