Las vacaciones colegiales habían terminado. Las pasé entrenando en el Pasadena City College, en California. Comenzaba el periodo lectivo 1971-1972, me aprestaba a iniciar el sexto curso de bachillerato en la especialidad de Humanidades Modernas.

Esto significaba levantarme a entrenar a las 05:00 de la mañana como en los años anteriores, pero eso era diferente porque debía cumplir un requisito adicional para graduarme: el servicio premilitar, obligatorio para todos los sextos cursos en la República.

Al Vicente Rocafuerte le tocaba la instrucción premilitar, junto con el colegio Aguirre Abad, en el batallón de infantería Quinto Guayas, que estaba acantonado donde hoy funciona la Espol, cerca del barrio Las Peñas. Pero los Juegos Panamericanos en Cali, Colombia, estaban cerca, por lo tanto no podía dejar de entrenar los sábados en la mañana pese a la premilitar, que comenzaba a las 07:00. Eso significaba que en lugar de cinco madrugadas serían seis.

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El primer viernes de clases dejé todo listo: mi uniforme y botas, que habían sido compradas exclusivamente.

A las 04:30 tomé un taxi para ir a la piscina. Cuando me bajé me topé con tres sombras que venían tambaleándose por medio de la calle. Al parecer me reconocieron: “¡Jorge, mi hermano, hip! ¿Adónde vas, hip? Ya se acabó la fiesta, hip. Vamos a comernos un cebiche”. Eran tres amigos que retornaban de una fiesta. “No, gracias. Será otro momento, ahora voy a entrenar”, les expliqué. Me miraron como bicho raro, alzaron los hombros y se marcharon tambaleándose como aparecieron.

Luego, a las 06:45, salí para el sitio de reunión de la premilitar, en la explanada el estadio Modelo. Lo primero que nos ordenaron hacer fue correr desde allí al Quinto Guayas, atravesando todo el centro de la ciudad. Después de recorrer el primer kilómetro un fuerte olor a pasillo de hospital recién desinfectado invadía el ambiente. Disimuladamente me olí el brazo: era yo el que lo despedía. El sudor activó el cloro que se secó después del entrenamiento y salía por los poros abiertos por el ejercicio. De allí en adelante tuve la precaución de salir más temprano para ducharme concienzudamente antes de ir a la instrucción militar.

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La premilitar fue interesante para mí, aparte de las largas marchas que hacíamos aprendimos técnicas de camuflaje, lectura de mapas, uso de brújula, armas, etc. Pero lo que más me agradaba era cuando tocada calzar guantes; al principio boxeábamos estudiantes contra estudiantes, en peleas de 2 minutos. Luego, estudiantes contra conscriptos y por último ante los subtenientes que estaban a cargo de la instrucción.

A la primera sangre se paraba el combate. Estos enfrentamientos eran los más ovacionados por los estudiantes, ya que algunos de los compañeros eran campeones de los torneos Guantes de Oro. Los compañeros que no sabían pelear aprendieron ahí.

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Los sábados de premilitar pasaron rápido y se acercó mi participación en los Panamericanos de 1971, en Cali. Por escrito solicité el permiso correspondiente al capitán a cargo de la instrucción y me lo dio, pero no de muy buena gana. Ese certamen gané la medalla de oro en los 200 metros estilo mariposa, convirtiéndose en la segunda presea dorada que ganaba el país en la historia de los Panamericanos, y la primera en varones. Luego de los discursos, recepciones, homenajes, nuevamente me incorporé a la instrucción militar

Ese sábado que volví, cuando terminamos de formar el capitán a cargo me hizo dar un paso al frente y les habló a los estudiantes sobre lo que se logra con disciplina y dedicación y otras cosas más. Cuando terminó ordenó flexiones de pecho: ¡un... dos! Mis compañeros respondieron “¡tres... cuatro!”. Me habían dejado fuera de estas, pero cuando iban por la mitad no pude más y pedí incorporarme, el espíritu de cuerpo me lo exigía y juntos terminamos. Nos pusimos de pie y una sensación de orgullo llegó en forma de un soplo de viento que invadía las filas de sudorosos pechos que al unísono suspiraban.

El sexto curso acabó, la premilitar también generando ambas etapas gratos recuerdos que perduran hasta hoy.