Por Jorge Barraza (jbarraza@uolsinectis.com.ar)
.- Verlo patear un penal ya era un espectáculo. Impasible, erguido, manos en la cintura, se paraba casi junto a la pelota, sin carrera; a la orden del juez daba un paso y, por lo general, la colocaba en la otra punta de donde iba el arquero. Sócrates fue el primero al que vimos ejecutar desde los doce pasos sin tomar envión, sin pegarle un cañonazo, con un toque suave.

Era un reflejo de su estilo. Elegante, espigado, estrictamente técnico, de amplio panorama del juego, se tomaba sus tiempos para entregar la pelota y darla al pie. Notable distribuidor de juego, nunca estaba apurado, producto de una asombrosa personalidad. Sócrates era el típico jugador que nunca se atolondra porque no tiene miedo de perder la pelota. Y además le pegaba con justeza. Y marcaba goles.

Encarnaba la grandeza, la magia, la clase del fútbol brasileño en su máxima expresión. Con Falcao y Zico compusieron un mediocampo de tan excepcional calidad que, podemos asegurar, jamás será igualado. El fútbol actual no entendería jugar con tres así juntos. Cuando lo enfocaban al cantar los himnos, con su barba, su vincha y su seriedad imperturbable semejaba un dios del fútbol.

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Era el lugarteniente de Telé Santana en el campo por inteligencia y ascendiente sobre sus compañeros. Fue un ícono de aquel equipo verdeamarillo que, aun sin coronar, deslumbró en los mundiales de 1982 y 1986. Sócrates es una rotunda desmentida de que para ser grande hay que ser campeón. No hilvanó muchas vueltas olímpicas, dio tranquilas y cerebrales cátedras de futebol desde la posición de volante derecho. Parangonando, rechazó contratos de estrella para vivir de su sueldo de profesor.

"Para estos monstruos no existen nacionalidades", escribe con acierto Lito, uno de los miles de lectores de cualquier país que sacaron su pañuelo blanco para decirle adiós a Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira, fallecido en el día del fútbol: un domingo. Era médico de profesión; la medicina lo perdió porque, siendo tan crack, era imposible no ser arrebatado por la pelota.

Los inextricables vericuetos de la mente lo llevaron por los mismos caminos que Garrincha y George Best: el alcohol. Esa no es, evidentemente, una causa intelectual, sí emocional. No gustaba del fútbol actual, donde la velocidad y el apuro prevalecen sobre la pausa que da vida a la idea, al rapto genial. Gustaba de las cosas elaboradas, artísticas.

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Destino: murió el día del fútbol, el domingo pasado. Y justo la tarde de su partida el cuadro de sus mejores glorias, el Corinthians, le ofrendó como despedida el título de campeón brasileño. 'Es para usted, doctor, el Timao es pentacampeón', tituló el diario Lance. Él no escuchó los sonidos de la torcida, ya se estaba yendo por el andarivel del ocho.