Mi padre era un canalla bondadoso, manso. Lo cual parece un contrasentido. Pero no, canalla en su acepción futbolística: era simpatizante de Rosario Central y a los centralistas les dicen canallas. Un siglo atrás, ya Central y Newell’s eran los clubes tradicionales de Rosario, se perfilaba la rivalidad. Se los invitó a jugar un partido a beneficio de un instituto para leprosos de la ciudad, célebre por la pasión futbolera de su gente; Newell’s aceptó enseguida; Central se opuso. “¿Negarse a tan noble propósito…? Ustedes son unos canallas”, se indignaron los rojinegros. “Y ustedes unos leprosos”, respondieron los desvergonzados centralistas. Así, hace una centuria, nació el apodo que hoy lleva cada uno con mucha altivez: “Soy leproso, y a mucha honra”, dicen unos. “Tengo el alma canalla”, se ufanan los otros.

Mi hermano y yo nos hicimos de Independiente; mi padre no puso reparos, no se ofendió ni hizo el menor amago de oponerse. Antes no imperaba el fanatismo actual. Era todo más pacífico y democrático. Independiente llegó de Italia un jueves de 1973 consagrado campeón intercontinental ante la Juventus. El domingo jugaba con su gran rival, el Racing Club, como visitante. Entró al campo racinguista con los tres trofeos alcanzados ese año (Libertadores, Interamericana e Intercontinental) y el público de la Academia le dispensó un cálido aplauso. Años antes, en 1967, había acontecido algo similar: “Racing venía de ser campeón de América en Chile y enfrentaba a Independiente en cancha de ellos. Entramos al campo y los jugadores rojos nos esperaban haciendo pasillo de honor, ¡cada uno con laureles en la mano! Y todo el estadio aplaudiendo. Después nos ganaron 4 a 0, pero nos hicieron sentir un respeto extraordinario”, cuenta Quique Wolff. En estos tiempos, parece increíble.

“En mi casa éramos todos de Racing” -sigue Quique-, “sin embargo cuando Independiente jugaba las Copas, en el ’64, ’65, hinchábamos por ellos. Formamos la selección del colegio y compramos camisetas rojas porque había salido campeón y hacíamos ese famoso saludo rojo de los brazos en alto. Todo era así. No sé cuándo se cortó todo eso. Ahora se odian”.

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Es que era otro fútbol, otro mundo, sin histeria, sin el hinchismo exacerbado de hoy. Tales ejemplos serían impensables actualmente. Días pasados, un muchachito de 17 años, canalla (¿en ambos sentidos?) intentó darle una trompada a Messi en Rosario, por la conocida identificación de Lio con Newell’s.

Todo cambió. También el contacto con los jugadores. Ricardo Vasconcellos relataba su emoción de niño al ver seguido a Juan Eduardo Hohberg: “Llegaba en taxi, bajaba y se saludaba con todo el mundo antes de dirigir la práctica de Emelec. Era un monstruo, pero de carne y hueso. Lo mismo los futbolistas, se verificaba que eran humanos. Ahora son personajes inaccesibles, escurridizos, casi etéreos”, se lamenta.

Vicente De la Mata fue un ídolo gigantesco de Independiente y la Selección Argentina. Le inventaron dos cánticos que reflejan el cariño que despertaba: “¿A dónde va la gente… A ver a Don Vicente…” y el otro: “La gente ya se mata… por ver a De la Mata…” Gambeteador imparable, antecesor de Messi (rosarinos ambos, Hohberg también), De la Mata llegaba muy temprano al estadio, se cambiaba y entraba a la cancha a ver el partido de reserva; se acostaba al borde del campo, sobre el césped -antes no existían los bancos de suplentes- y se fumaba dos o tres cigarros. La gente, a dos metros, lo admiraba.

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Vicentito hijo (también futbolista rojo y de la selección) cuenta una bellísima anécdota de su niñez. “Mi papá amaba la vieja cancha de Independiente, me hablaba siempre de lo linda que era. Decía que podía haber comprado un auto último modelo para ir a entrenar, pero prefería hacerlo en el colectivo. Tomaba el 12 y se bajaba muchas cuadras antes. Para él, caminar por el barrio y llegar al estadio era algo especial. Los días de partido, cuando yo era chico, veníamos a pie. Con mi mamá lo seguíamos una cuadra atrás, mi viejo iba rodeado de cientos de hinchas que le cantaban “¿A dónde va la gente…? A ver a don Vicente”.

Ahora llega la Copa América. Todos los ídolos del fútbol sudamericano estarán en Argentina, pero ¿Alguien podrá verlos…? ¿Son conscientes los futbolistas el cariño que la gente les prodiga…?

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Ayer lo comentábamos con Humberto Maschio, un grande de Racing que triunfó en el Calcio. Fue uno de los Carasucias de Argentina en el Sudamericano del ’57 y luego jugó el Mundial del ’62 para Italia. “La gente tiene adoración por los futbolistas, si todavía hoy no me dejan pagar un café, a mí, que ya soy un viejo… Mirá, estábamos con Antonio Angelillo en el Inter, en la temporada 62-63, que fuimos campeones con Helenio Herrera como técnico. Fuimos a jugar contra la Roma de visitantes y ahí estudiaba Massimo Moratti, hoy propietario del Inter. Entonces el presidente era su padre, Giorgio. Massimo, un muchachito, viene a la concentración y le dice a Antonio, que era un crack, un goleador elegante y él lo admiraba: <<Vos viste como son estos de la Roma, hablan, hablan, cacarean, desafían… Les quiero ganar. Si hoy hacés un gol te regalo mi auto>>.

Tenía un Alfa Romeo. Pero son esas cosas que se dicen, uno no les da mucha importancia… Fuimos al estadio y ganamos 3 a 0 con tres goles de Angelillo. A la noche vino Moratti, le dio las llaves del auto y se lo dejó ahí: <<Es tuyo>>. No lo podíamos creer”.