En un autor como Mario Vargas Llosa, dueño de una profusa producción literaria, no es sencillo hallar un eje nutricio de su escritura. A veces no suelen ser las grandes obras las que iluminan una tendencia estética sino las menores; menores no por poca importancia o impacto insignificante sino porque se salen de un molde conocido. Vargas Llosa es sobre todo un novelista. Iniciado en el cuento (aunque estrenó a los 16 años una obra de teatro), ha ejercido el ensayo, el estudio literario, el artículo de prensa y la dramaturgia. Justamente en un diálogo teatral se puede colegir el fundamento de la narrativa del recientemente galardonado con el Nobel de Literatura.

En Las mil noches y una noche (actuada por él mismo en 2008), el narrador peruano-español sostiene la extrema centralidad del relato no solo para la vida sino para el proceso general de ingreso de la especie humana a la civilización. Vargas Llosa ha adaptado el gesto central de aquel libro legendario: una mujer le cuenta cuentos a un hombre cruel, de tal manera que la narración consigue concitar tanta atención que él pospone, digamos así, los asuntos de Estado; y, en ese proceso de escuchar las historias, se va transformando hasta convertirse en alguien capaz de tener compasión por el sufrimiento de sus semejantes.

La ficción literaria –el cuento, la novela, el poema, el guión– es un dispositivo verbal que no es solamente elocuente de la gran capacidad imaginativa de los hombres sino que es una actividad que, para quien acepta incorporarla a su rutina, podría tener consecuencias tan cruciales e inesperadas como ver otros niveles de realidad (por eso leer es una especialidad de la mirada) y, por tanto, incitar a un pensamiento crítico que devele maneras no manoseadas de comprender la existencia. La narración literaria es un arte de lenguaje y un mecanismo que transforma los modos de conocimiento con que enfrentamos los actos del vivir.

La ficción es algo bien serio: construye realidades y es la suprema manera de saber de lo humano. Por eso aquella tesis de la verdad de las mentiras, en la que la literatura opera como la mentira –que hace pasar algo notoriamente falso por verdadero–, le resta credibilidad al impacto del arte literario. Con este prejuicio o desliz no hay cómo leer una obra literaria porque lo contrario a la ficción no es la mentira sino el error. No comparto esa interpretación, ya que la literatura es una representación de la realidad y, en ese sentido, no contrabandea mentiras como verdades sino que anticipa vivencias que pueden suceder.

Como las obras construyen universos completos y verosímiles, no hay lugar para la mentira. No existen embustes en la ficción sino únicamente aristas distintas de la realidad que creemos única y unívoca. La literatura trata de esclarecer las verdades a través de imaginar situaciones posibles. Podemos discutir, rebatir y contradecir a Vargas Llosa en sus posiciones intelectuales como hombre público, pero es un escritor impecable, poseedor de una capacidad asombrosa para convertir en historia interesante y de suspenso las acciones inopinadas de los humanos en las tierras, momentáneas en tiempo y en espacio, que habitamos.