Fueron horas de angustia. De expectativa. Fueron horas en que, otra vez, el país estuvo sumido en el caos.

Y eso duele. Duele con dolor de patria. Duele con el dolor de la desesperanza.

Sin embargo, ese dolor no se presentó de súbito sino que vino anunciándose con signos inequívocos.

¡Basta!, gritaba la gente desde hace tiempo y desde el fondo de su conciencia. Basta de tanta prepotencia, basta de tanto autoritarismo, basta de tanta corrupción. Basta de tanto cinismo.

El Presidente de la República, sordo, nunca escuchó ese grito. Continuó manejando el Estado como si en él estuvieran encarnados todos los poderes. Por eso, su voz era la única que debía escucharse. Para eso se valió de un lenguaje altanero con el cual se dio a la tarea de estigmatizar a todo aquel que osara discrepar. Su verbo latigueante jamás convocó a la conciliación: dividió a los ecuatorianos y los clasificó en buenos y malos. Buenos, quienes estaban con él; malos, todos los demás, los antipatria, los traidores, todos vendidos a los más bastardos intereses, que no eran capaces de asimilar que la revolución había llegado.

Una revolución que, por igual, resucitaba a los héroes y removía sus cenizas, que a políticos salidos de las entrañas de esa derecha a la cual ideológicamente se deben. A los primeros los colocó no solo en el altar de la memoria sino en mamotretos construidos al apuro, y a los otros los sentó en el palacio de Gobierno para que, con su experiencia acumulada en días nefandos, aplicaran sus tácticas tan viejamente aprendidas.

Y, mientras tanto, el presidente de la República, con su intemperancia, su irascibilidad, su autosuficiencia, mantenía sojuzgados a legisladores, fiscales, contralores, a quienes exigió total sometimiento. La imagen del presidente del Congreso es quizás el más patético ejemplo de esa sumisión: su tarea se vio reducida a hacer aquello que el presidente de la República le ordenaba y, con triquiñuelas y burdas argucias, permitió que se legislara directamente desde el palacio de Gobierno y se echara altacho de basura la otra gran labor legislativa: la de fiscalización.

En un ambiente de miedo, en que los colaboradores más cercanos del presidente de la República bajaban la cabeza ante sus designios o prorrumpían en lamentos ante sus crueles sarcasmos, era explicable que se abriera una feroz, sistemática, orquestada campaña contra los medios de comunicación independientes, que no cejaban en su misión de contar los hechos, denunciar las trapacerías y alertar sobre el autoritarismo que, a nombre del cambio, se vivía en el país. Un país que contemplaba, absorto, cómo se adjudicaban alegremente los contratos sin licitación, con qué grosero populismo se repartía el dinero del erario a manos llenas y cómo los nuevos revolucionarios ascendidos a altos cargos burocráticos gozaban de las delicias de una revolución que, según se anunciaba en los muchos medios de comunicación de los que el gobierno había echado mano para difundir sus consignas, ahora era de todos.

Hasta que en el momento menos pensado, ese grito de ¡basta!, se convirtió en una ilegal, condenable, absurda sublevación. A la fuerza se opuso la fuerza. A la sinrazón, la sinrazón. El presidente cayó en su propia trampa, víctima de la gruesa y oscura telaraña de prepotencia e intemperancia que, con tanta tozudez, fue construyendo.