Lo que ocurrió el jueves quedará grabado en las retinas de los jóvenes, muchos de los cuales, estoy seguro, nacerán a la vida política a partir de tan graves acontecimientos. Todo esto los tiene que obligar a pensar, ahora sí muy seriamente, en el futuro de su país.

Porque ya no es el dinero del IESS que lo están dilapidando; ni un ciudadano común al que llevan preso porque no saludó; ni el desempleo; ni los apagones; ni el auge delictivo; ni la persecución política; ni las cadenas de insultos y procacidades.

Fue peor, mucho peor. El jueves nos convertimos en una nación al borde de que los criminales la devoren y donde olió a guerra civil; donde ecuatorianos de uniforme dispararon contra otros ecuatorianos de uniforme por primera vez desde hace casi medio siglo.

Ese día me tocó ver a treinta o cuarenta personas que rodeaban la puerta destruida del almacén de Artefacta en la Perimetral. Más allá, un hombre ensangrentado en el pavimento. Por todas partes gente que corría. Y luego otro saqueo en los almacenes Tía.

Me tocó ver a los medios de comunicación en silencio, obligados a retransmitir la versión del Gobierno, la única permitida.

Y al caer la noche, ráfagas de fusiles, de ametralladoras, bombas lacrimógenas y luces de Bengala. Gritos angustiados. El periodista de un canal privado que con voz entrecortada narraba desde el infierno. Cinco muertos, cinco familias destrozadas, casi treinta heridos, varios millones de dólares en pérdidas.

¿Y todo por qué?

Por un terco que quiere imponer su capricho de que lo reconozcan como el único gran legislador. Ni siquiera sus acólitos alzamanos lo pueden hacer tan bien como él.

Un terco irresponsable que provocó a una tropa enfurecida en el peor momento, olvidando que el país no es una esquina de barrio, y que un mal paso, cuando se lo da desde el poder, puede arrancar lágrimas y un dolor desgarrador, como a las viudas y las madres de los que cayeron.

Por culpa también de otro irresponsable que, por aparecer como revolucionario, empujó a un grupito de jóvenes desarmados a enfrentarse con policías sublevados y lo único que consiguió es acabar con la vida de un estudiante. Esa vida pesará sobre su conciencia hasta el fin de los tiempos.

Ahora nos quieren hacer creer que fue un conato de golpe de Estado. Extraños golpistas estos que creyeron que podrían tomar el poder sin ningún oficial al frente, encerrándose en sus cuarteles, quemando llantas, sin tanques ni aviones, sin emitir ninguna proclama, sin convocar a los “poderes fácticos” y a la población a que los apoyen.

Extraños sublevados estos que pudieron haber asesinado al Presidente –que los desafió a hacerlo– pero no lo hicieron, y solo dispararon cuando los quisieron desalojar.

Extraños secuestradores estos que cuando el secuestrado llegó por primera vez se negaron a recibirlo, que cuando ya estaba retenido lo dejaron redactar y firmar el decreto que sirvió para que los reprimieran, y que le permitieron dirigirse al país varias veces por televisión para que dijera de ellos lo que quisiese.

Extraño golpe este que no tuvo el apoyo de Hillary Clinton, ni de la CIA, ni del Gobierno derechista de Colombia, ni de la OEA, ni de las cámaras, ni de Jaime Nebot, y menos aún de la cúpula policial y militar.

A León Febres-Cordero, cuando estuvo secuestrado, le pusieron la boca de un fusil en la cabeza. Ahora, la boca del fusil no amenazó al poder sino que enfrentó a ecuatorianos contra ecuatorianos, y alguien, que no corría peligro pero tenía mucho que ganar, dio la orden. ¡Sangre, dolor y fuego!