Llegué escéptico, agobiado. Llegué viejo. Y de pronto ¡zas!, recuperé la esperanza. Y la juventud. Y la sonrisa.
Encontré que ahora Loja es una luz: una luz desde donde se irradia conocimiento, fe, optimismo.
Encontré que el estudio, la investigación, la solvencia académica nos salvan. Nos van salvando. Y nos van salvando con una actitud exenta de egoísmos.
Por eso, recuperé la esperanza. Y la sonrisa.
Llegué a Loja y encontré un modelo de universidad que, probablemente, sea la que el país necesita. Noté que la vaga noción que tenía sobre ella no correspondía a la realidad. Me imaginaba algo chiquito, modestito, remendadito. Y no: todo eso era mentira. Me di manos a boca con un campus imponente, de edificios bien concebidos y mejor trazados, con el orden propio de una gran ciudad, con calles anchas. Y jardines.
Era eso: los petroglifos que ornan las fachadas de las distintas facultades, retrotraen al tiempo precolombino, a un pasado remoto que nos ancla, que nos enorgullece, que necesariamente nos obliga a conocerlo y a quererlo. Pero adentro está la más alta tecnología, la investigación más avanzada, la creatividad más febril. El pasado y el presente se imbrican armoniosamente: el concepto de lojanidad está latente a cada paso, como está latente a cada paso el futuro, con sus investigaciones y sus descubrimientos.
Quise volver a mi juventud para estudiar allí, en ese sitio donde es posible aprender con alegría en medio del más riguroso rigor académico. En ese sitio en que el personal docente parece recién egresado del bachillerato pero tiene no sé qué masterados en no sé qué cosas, no sé qué doctorados en no sé cómo. Tan jovencitos y tan sabios ellos. Tan jovencitas y tan sabias ellas. Y, además de tan sabios y tan PhDs, humanos. Humanizados. Frescos, de toda frescura.
Y todos solidarios. Hacen las cosas para los demás. Para que sus alumnos sientan que estudian no con el fin de, egoístamente, enriquecerse luego con su profesión, sino para devolver a la sociedad lo que esa sociedad les ha entregado. Estudian para dar. Reciben para dar.
Y por eso en esa universidad, que es técnica pero, sobre todo, es humana, se trabaja pensando en la comunidad. Si los alumnos aprenden a sacar del barro sus más bellos secretos, van hacia los alfareros de la zona para que ellos creen sus propias empresas. Así, generosamente, los conocimientos se multiplican: la universidad sale de su reducto y se proyecta hacia los otros.
Y está el hospital que es, todo él, cálido como un hogar y todo él impoluto, como un quirófano, con equipos de última tecnología y las puertas anchas –como los corazones de los estudiantes– para recibir a los enfermos.
Y los hoteles, donde los alumnos aprenden en la práctica que el turismo no es una palabra: es una actitud. Y está la biología molecular. Y las letras. Y las artes. Y los idiomas.
Y, en el centro de todo, la avidez, la desesperación por enseñar con rigor. Y la avidez por aprender: cuatro mil alumnos presenciales y más de veinticuatro mil que reciben clases a distancia en todo el Ecuador. En Sudamérica. En Europa. En América del Norte.
Ver todo eso en “el último rincón del mundo”, a uno le desenvejece. Le desagobia.
Y le devuelve la sonrisa.