He leído la sentencia contra el periodista Emilio Palacio por su artículo ‘Camilo, el matón’. Desde hace años vengo estudiando el llamado neoconstitucionalismo y algo he escrito sobre el tema. Más allá de los debates y de las dudas teóricas, una convicción se me ha ido imponiendo, la de que los jueces y tribunales suelen hacer trampa cuando dicen que resuelven mediante ponderación los conflictos entre derechos fundamentales. También por lo general son engañosas sus críticas al legalismo que, al parecer, imperaba antes de que llegara el movimiento neoconstitucional, puesto que bajo las fingidas ponderaciones se esconden en esos jueces formalismos e hiperlegalismos completamente injustificados. Con el debido respeto, creo que algo de todo esto se puede apreciar en la referida sentencia.

Lo que decide el caso contra el periodista Palacio y lleva a su dura condena no es ninguna ponderación o pesaje, salvo que llamemos ponderar a la pura y simple valoración personal de la juez. No, lo decisivo es, por una parte, una aplicación dogmática de una norma legal, con base en una interpretación que no se argumenta apenas, y, por otra, una declaración de hechos probados que, igualmente carente de respaldo argumentativo sólido, se limita a aplicar el autoritario principio del in dubio contra reo y a favor del que más manda. La invocación del neconstitucionalismo y de la ponderación es tapadera, ropaje retórico que apenas cubre el legalismo punitivista que se quiere disfrazar. Veámoslo con brevedad.

Al señor Palacio no se le condena por atentar contra un derecho fundamental del político al que critica, sino por injuria calumniosa grave, y se aplica además la máxima pena prevista. Para que la conducta del acusado fuera subsumible en dicho tipo penal, la juez ha tenido que elegir, combinadamente, la interpretación más amplia de los términos de los artículos 489 y siguientes del Código Penal y la valoración de los hechos del caso más negativa para el imputado. Así, a cada palabra o expresión ambigua o equívoca empleada en el escrito del señor Palacio, empezando por “matón” y siguiendo por “mafia” o “seguir disfrutando de los fondos públicos”, la juez opta por atribuirle el sentido más ofensivo de los posibles. En todos esos casos cabía asignar un significado no ligado a la imputación de delitos, pero la juez, quién sabe por qué razones, prefiere pensar que lo natural es que al querellante el periodista lo esté llamando inductor de homicidios, miembro de asociaciones ilícitas o autor de peculados. ¿Por qué le parece preferible entenderlo de esa manera, que, si no se sostiene en buenas razones, va contra del in dubio pro reo? No lo argumenta. Y tampoco se argumenta por qué hay que entender, al parecer sin duda, que el periodista Palacio escribió movido por el ánimo claro de injuriar. No es “evidente”, como dice la sentencia, que las palabras envolvieran una imputación de delito, pues lo que les da tal valor es la interpretación que de ellas elige la juez; y el animus iniuriandi ni va de suyo ni queda acreditado con una simple definición doctrinal, aunque sea de un autor español, sino que ha de hacerse aceptable su existencia argumentando sobre datos e indicios fehacientes.

La clave resolutiva de esta sentencia no se contiene en ninguna ponderación que merezca en serio tal nombre, sino en esa valoración de los datos del caso, valoración no argumentada, es decir, no justificada mediante razones aceptables y con arreglo a la racionalidad argumentativa que, esa sí, es propia del Estado democrático y constitucional actual. El periodista no ha sido condenado porque su derecho a la libertad de opinión y expresión pese menos que el derecho del querellante al honor y el buen nombre, sino porque al interpretar formalista y estrictamente la norma penal y al valorar los hechos del caso (el significado de las expresiones proferidas en el artículo periodístico y la intención del periodista) de la manera más negativa y, consiguientemente, más favorecedora para el querellante, se ha predeterminado que hay delito de injuria calumniosa en grado grave. Eso no es ponderación, es subsunción completamente al margen del peso y el valor de los derechos fundamentales en juego, es subsunción formalista simple, al modo decimonónico, preconstitucional.

Si en verdad se hubiera ponderado, como quiere el neoconstitucionalismo, se tendría que haber aplicado primero el test de idoneidad, luego el de necesidad y por último el de proporcionalidad en sentido estricto. Y, en ese marco, debería la sentencia preguntarse si realmente se corresponde a los pesos y medidas del Estado constitucional y democrático de Derecho el que las autoridades públicas estén más protegidas que los particulares frente al ejercicio de la libertad de expresión y de crítica, y si cabe opinión pública ilustrada y libre, base de una democracia deliberativa en libertad, allí donde la pena por ejercer la crítica de los gobernantes mediante sátira y palabras de doble o triple sentido es nada menos que de tres años de prisión correccional, más pago por daños, perjuicios y costas. ¿O acaso para algunos sedicentes neoconstitucionalistas, que tanto ponderan, ha perdido sentido el principio de proporcionalidad penal?

 * Juan Antonio García Amado es catedrático de la Facultad de Derecho de León (España) y editor del blog Dura lex.