El conflicto entre el magisterio y el Gobierno nacional, en torno a la evaluación de los maestros no debería quedar reducido a una prueba de fuerza, con amenazas de parte y parte.

Tales actitudes no se compadecen con la profunda crisis de la educación en el Ecuador y la urgencia de encontrar soluciones, como condición para que el país salga de la dependencia, el subdesarrollo y la secuela de males conocidos y por conocer.

Sin pretender hacer referencia a todas las causas de la crisis actual y más bien atento a aquello de que la historia es la mejor maestra,  vale la pena recordar que hace cuatro décadas, el  29 de mayo de 1969, durante el último gobierno del populista presidente Velasco Ibarra, paracaidistas asaltaron la antigua Casona Universitaria para desalojar a estudiantes que exigían la supresión de exámenes de ingreso en la Universidad de Guayaquil. Luego de esta jornada sangrienta fueron suprimidos los cuestionados exámenes  y se dio paso a una relativa democratización de la educación superior que derivó en una masificación de las universidades públicas que en su mayoría no tuvieron  presupuesto, ni infraestructura suficiente, ni recursos académicos y técnicos para garantizar lo que ahora se denomina una educación de calidad.

Ha sido reconocido por historiadores y sociólogos que la abolición de las pruebas de ingreso fue el resultado de la lucha de sectores sociales emergentes que pugnaban por abrirse espacios en una estructura social caracterizada por un modelo agroexportador, con elevada concentración del ingreso y la propiedad y con altibajos en los niveles de crecimiento económico.

La etapa petrolera que se inauguró en 1972 permitió la expansión del aparato estatal y generar empleo público al que tuvieron acceso los nuevos profesionales graduados en  las universidades  e institutos técnicos superiores. También las facultades de Filosofía y Letras incrementaron el número de profesores titulados, muchos sin la preparación adecuada para un eficiente desempeño. La UNE se posicionó como el organismo gremial  capaz de proporcionarles beneficios a cambio de apoyo y militancia bajo banderas y consignas de gran radicalismo en sus orígenes, que luego han devenido en tácticas colaboracionistas con los últimos regímenes. No es de extrañarse por tanto que la gran mayoría de alumnos y profesores evaluados no alcancen notas  satisfactorias.

Los gobiernos poco han hecho realmente por la educación. Basta recordar que en la Constitución política de 1967, hasta la penúltima de 1998,  disponía que se le destine  no menos del 30% de los ingresos ordinarios del Estado, lo cual nunca se cumplió.

La actual Carta Magna, aunque no señala porcentaje, establece preasignaciones presupuestarias para la educación y se desborda en buenas intenciones. Pero los sistemas de evaluaciones  que está aplicando el Gobierno no convencen por  las inconsistencias y en perspectiva, ¿quién garantiza que los aspirantes a ocupar cargos de profesores no tienen las carencias de un sistema educativo anacrónico?

Finalmente, las evaluaciones nos deben alcanzar a todos. La educación es una práctica social compleja, expresión de procesos históricos en el que concurren muchos actores y factores, más aún en un país como el nuestro, multicultural y diverso.  Indica en buena medida el nivel  de desarrollo y las posibilidades reales que tenemos. Existe mucho por transparentar, corregir y metas por alcanzar. En este insoslayable tema  conviene, sin ir muy lejos, que miremos a los países del Cono Sur.