Construir nuestro destino nacional exige superar el barullo levantado alrededor de los docentes de la educación pública, pues ha quedado claro que el asunto de la evaluación es una demanda moral exigida por la ciudadanía y no únicamente un mecanismo de selección natural inventado por la cúpula del poder educativo. Lo grave de esta escaramuza es que el Gobierno nacional, con un discurso revolucionario, esté arrinconando –el Decreto Ejecutivo 1740 sanciona con la destitución del cargo– a los miembros de un sector social que jamás ha sido favorecido por el Estado: los maestros cuestionados son de origen humilde y popular y sus incompetencias se originan precisamente porque fueron instruidos en el circuito estatal de la educación. Ellos han sido sistemáticamente explotados por todos los gobiernos de antes.

Es triste y paradójico que la ominosa maquinaria oficial de represión por la vía del despido sea lanzada en contra de un segmento del pueblo que el actual Gobierno dice representar. Esto echa más leña al fuego y genera escándalos noticiosos que impiden librar los combates verdaderos; por ejemplo, inquirir por los contenidos de la nueva educación pública. El enfrentamiento entre el Gobierno y los profesores tiene un sello de clase, pues ¿de dónde han provenido los ministros y ministras de Educación de los últimos 30 años? ¿Hubo alguna vez gobernante que haya designado como secretario de la cartera a un genuino maestro de escuela? ¿A uno de aquellos que es infrapagado en el colegio particular por la mañana, que corre al fiscal por la tarde y que completa su salario dictando clases particulares?

La gobernanza educativa en Ecuador se ha estructurado en el ideal de la educación privada costosa. La inmensa mayoría de autoridades educacionales ha sido representante de esa élite. Por eso el debate que sigue es el de los valores que imprimiremos en la educación pública. Estaremos perdidos si la meta es conseguir que las escuelas fiscales se parezcan a esos establecimientos particulares que los ministros han estado acostumbrados a administrar, porque esa educación cara responde a un modelo inequitativo de sociedad que queremos dejar atrás. El país no requiere escuelas del milenio dirigidas para los pobres dentro de la lógica de la pobreza. El país reclama que la nueva educación se mantenga despierta ante su condición de aparato ideológico de represión y de control y que, por eso, invente renovados paradigmas.

Cuán revolucionario sería contar, en el curso de esta transformación prometida, con un secretario de Educación que sea un maestro que –como el presidente Rafael Correa– se mueva por los rincones más alejados de las provincias, resuelva presto sin intelectualismos las necesidades básicas, no esté empotrado en el búnker del despacho y coordine la reconstrucción de una formación escolar que enseñe a cuestionar a los poderes –a todos, incluido al poder profesoral y al del gobierno de turno– con el propósito de forjar seres pensantes capaces de escoger por sí sus destinos y no solamente seguir el derrotero con que los sorprenda la vida. No se ve, por ahora, la novedad de la nueva educación. El país está atrapado entre la torpeza de la dirigencia de la UNE y el aburguesamiento de los ministros.