Ordené mi biblioteca en estos días y encontré el libro Presupuestos Participativos: Guía Didáctica (editado por Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano) que conseguí en Costa Rica en noviembre del año pasado. Revisé un correo electrónico de Raúl Farías, ilustrado lector que en el mes de mayo me instó a escribir sobre presupuestos participativos como modelo de “economía democrática” y me remitió información al respecto. Recordé que el artículo 100 numeral 3 del proyecto de nueva Constitución establece la elaboración de presupuestos participativos en todos los niveles de gobierno como un derecho de participación ciudadana. Estos antecedentes son las causas y azares que me condujeron a estas líneas sobre presupuesto participativo que pongo a consideración de ustedes.

El presupuesto participativo (en adelante, “PP”) es un mecanismo que propicia la intervención de los ciudadanos en las políticas que todo nivel de gobierno decida (aunque el enfoque principal suele hacérselo en municipalidades y otras entidades de menores dimensiones en razón de su cercanía a los ciudadanos) en particular en materia de inversión social. El PP permite que la ciudadanía conozca e incida en estas decisiones, en su implementación y su evaluación.

Un proceso de PP implica, según explica mi libro costarricense, el que mediante “la negociación y la concertación entre el gobierno local y la sociedad civil, se establezcan prioridades para el desarrollo planificado y estratégico del territorio. Promueve la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos, impulsando el empoderamiento social y superando la desafección ciudadana por la política”. Las lógicas consecuencias de un proceso de PP son, entre otras, la creciente eliminación de prácticas clientelares, el estímulo a la solidaridad y la equidad entre los pobladores, la mejor información de los ciudadanos sobre el uso del presupuesto (o sea, de su dinero), el fomento de la corresponsabilidad, la institucionalización de planes de desarrollo, el otorgamiento de poder a los grupos tradicionalmente excluidos y la inclusión de los ciudadanos del ámbito rural.

Por cierto, el PP no es vana teoría. Se aplica en Porto Alegre (una ciudad brasileña de dimensiones similares a Guayaquil y por iniciativa de su Alcalde de aquel entonces, Olivio Dutra) desde 1989 y en otras 70 ciudades de Brasil. Se aplica en América Latina en municipios argentinos, uruguayos, bolivianos, peruanos, mexicanos, salvadoreños; no es difícil, por supuesto, añadir ejemplos europeos (en España, Portugal, Francia, Italia o Alemania, etcétera).

A manera de cierre: la autonomía, si se la toma en serio, no defiende tanto una mayor libertad administrativa para los municipios (en rigor, el concepto local de autonomía ninguna de las autoridades de esta ciudad que tanto lo reclaman se ha molestado en definirlo: de hecho, su tibieza –y soy concesivo con el adjetivo– conceptual lo denomina “autonomía al andar”) como sí defiende una mayor libertad para que los ciudadanos intervengamos en los términos arriba expuestos. O sea, una autonomía en serio incluye PP. El proyecto de nueva Constitución propicia los PP; para concretarlos la voluntad de las autoridades es necesaria. No será extraño que muchas de ellas, por razones de rancio autoritarismo, discrecionalidad cercana a la corrupción o simple ignorancia, contraríen su aplicación. Nos corresponderá entonces a los ciudadanos, en ejercicio de nuestros derechos, exigirles esta práctica de transparencia, real autonomía y auténtica democracia.