El DRAE no los registra, existen por edicto real que los ubica en el sector más apetecido del cantón Samborondón; pero, especímenes similares existen en todas las provincias y ciudades de este maltratado Ecuador: Cuenca es dueña de la crema y nata de pelucones; en Tungurahua pululan antiguos y nuevos pelucones; la capital de la República siempre los tuvo; los pelucones de Riobamba están en Quito; pocos existen en Cotopaxi; Imbabura cuenta con centenas y en Carchi, Manabí, Esmeraldas, Cañar, etcétera, los pelucones están vivitos y coleando. Algo especial, amigas y amigos: quienes no son aún pelucones están en camino de serlo porque desde que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso terrenal todo humano busca la superación personal, quiere el bienestar familiar, trabaja para capacitarse y quiere ser mejor que sus antepasados; no conozco varón, tampoco hembra, que quieran vivir en la pobreza, ser mendigos de profesión o sentarse en una banca en espera de los subsidios de papá gobierno. Algo más: quien algo posee sabe que tuvo que trabajar duro para conseguirlo, por eso ama los bienes que tiene y los defiende con fiereza; quienes menos tienen, bregan semana tras semana para adquirir su vivienda, comprar un carro, educar bien a sus hijos.

Para quien nada tiene, el que posee una choza confortable es pelucón; para el dueño de la choza quien tiene una casa en un programa del Miduvi es pelucón; para este, quien compra un departamento en una ciudadela privada es pelucón y quien lo tiene en Miami es un pelucón mayúsculo. El mundo ecuatoriano está conformado por quienes ya son pelucones, en diversos estadios de la peluconería, y por quienes se fatigan y luchan para conseguirlo; los funcionarios de un gobierno, sin excepción, y la burocracia dorada, plateada y bronceada, son los únicos que tienen la certeza de ser pelucones vitalicios, hasta la gloriosa jubilación o el cambio de servicio a otro solio presidencial.

El viernes 5 de septiembre estuve en Samborondón, en casa de María y Mauricio, pareja quiteña que ha construido allí una casita de muñecas: pequeña, cómoda, elegante, confortable, apta para ellos y sus tres hijos. María cumplió años; sus parientes, amigas y amigos –entre 30 y 40 años de edad– quisimos decirle que la queríamos. Me sentí viejo entre ellos, pero sus ideas me rejuvenecieron; el mundo avanza, la cordura sobrevive.

¿Quiénes fueron los pelucones de aquella noche? Serranos, costeños y colombianos residentes en Guayaquil y Samborondón. No fue un cónclave de pelucones, fue un grupo humano deseoso de vivir, amar y progresar. Ellos no son pelucones en el argot del prioste de la lucha de clases en nuestro Ecuador. Son jóvenes que trabajan de sol a sombra para que sus hijos tengan una buena educación; son jóvenes que a más de sus títulos de tercer nivel estudian ahora sus “maestrías” porque conocen que el saber dignifica, que es una necesidad existencial que abre horizontes insospechados en la vida. Ellos pregonan que el futuro les pertenece porque lo construyen con esfuerzo, con sudor y privaciones.