Mañana se recordará  el bicentenario del natalicio de Baltazara Calderón Garaycoa de Rocafuerte, quien destaca en las páginas de la memoria patria por ser la protagonista de incontables jornadas cívicas, benéficas y de servicio comunitario.

Nació en Cuenca el 6 de enero de 1806, en el hogar de Francisco Calderón Díaz, cubano, quien llegó a la Presidencia de Quito como ministro contador de las cajas reales de la actual capital azuaya, y de Manuela Garaycoa Llaguno, guayaquileña emparentada con varios próceres.

Entre los hermanos de Baltazara Calderón estuvieron Mercedes, Abdón, Carmen  y Francisco, que inscribieron sus nombres en las páginas de nuestra  historia por su ejemplar aporte a la causa de la independencia, tales los casos excepcionales de Abdón, el Héroe Niño, y Francisco.

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El coronel Francisco Calderón Díaz, quien perteneció a las escuadras republicanas para luchar por la libertad americana, fue fusilado por los realistas en 1812 en Ibarra. Tras este penoso trance, la familia Calderón Garaycoa retornó a Guayaquil y trabajó por la emancipación de la ciudad.

El entusiasmo de la viuda y sus hijos por la causa nacionalista se manifestó de diferentes maneras y jamás declinó, a pesar de la muerte del joven Abdón en junio de 1822, después de soportar mortales heridas en la batalla del Pichincha.

El matrimonio
Baltazara Calderón Garaycoa se casó con el patricio Vicente Rocafuerte en 1842, cuando este personaje desempeñaba la gobernación de Guayaquil y  había ejercido ya la presidencia de la República; bendijo la boda el obispo Francisco Xavier Garaycoa, su tío.

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Convertida en la compañera inseparable del estadista, le prestó todo su apoyo y estuvo junto a  él en los momentos de triunfos y reveses políticos, en el impulso de obras públicas y la lucha sin tregua, cuando la epidemia de la fiebre amarilla azotó a Guayaquil y dejó una estela de dolor.

Luego de la muerte de su esposo, en Lima (mayo de 1847), asumió no solo el control de los bienes de Guayaquil y Lima sino la defensa de la memoria del magistrado. Entregó la biblioteca  de su esposo al colegio San Vicente del Guayas y salvó para la posteridad  los escritos y documentos del ilustre tribuno.

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Radicada nuevamente en Guayaquil continuó con su acostumbrada filantropía, pues apoyó obras  sociales y educativas de bien público; aportó al adelanto del Cuerpo de Bomberos de esta ciudad, entregó donaciones para   caminos en Azuay e Imbabura.

Hizo otras contribuciones para que la Sociedad Filantrópica del Guayas y la Sociedad de Beneficencia de Señoras sigan  su labor humanitaria. Falleció  el 7 de junio de 1890 y fue sepultada con el reconocimiento de la comunidad que siempre aplaudió su ejemplar filantropía.