Pasada la avalancha de los buenos deseos, luego de tres fechas que los generan y nos hacen sentir dentro de las nubes de las posibilidades positivas, regresamos de golpe a la realidad. No, el Ecuador sueña, pero no consigue; desea, pero no concreta; declara, pero todo se queda en palabras. Los que tenemos edad para comparar décadas, gobiernos y crisis echamos la mirada atrás y narramos a los más jóvenes que sí hubo un tiempo en que andábamos por las calles sin preocupación, que la clase media utilizaba el transporte público con tranquilidad y que las noches no nos enviaban derecho a casa.

De ese Guayaquil provengo yo. Un padre esforzado ubicó mi educación en instituciones privadas, pero mi grupo social siempre supo vivir con medidas y límites. Un analista dice que la clase media sabe que nunca será alta y teme ir a parar a la baja. Como todo es flexible en estos tiempos líquidos, la movilidad social puede ser ágil según los medios que se empleen. Un visionario comerciante gana más que un profesional con título universitario y asciende al rango de propietario, según habilidad y suerte.

Así se van dibujando los perfiles de los individuos y los grupos. Y los deberes y derechos nos afianzan en la entraña de un Estado que recibe y da según sus leyes. Ese orden ideal se alejó de nuestros horizontes y hoy parece una descripción histórica. Seguimos cumpliendo deberes: pagamos impuestos, sufragamos en las elecciones, mantenemos el Seguro Social, por mencionar algunos, pero no somos reciprocados por el Estado, es decir, no nos atienden en nuestros derechos. Los impuestos se diluyen en la corrupción con que se manejan los fondos públicos, los políticos nos mienten en la mayoría de las ocasiones en que hablan, la salud de los ciudadanos está abandonada, la educación es una farsa.

La reacción natural ante estas realidades sería la ira. ¿Por qué no me corresponden? ¿Por qué desatienden mis derechos? Pero no es así. El vértigo del miedo se ha instalado en la psiquis del ecuatoriano: no solo lo sentimos ante la afrentosa inseguridad cotidiana –las motos convertidas en vehículos malditos–, sino ante la mayoría de las acciones que deberíamos emprender con la firmeza de quien busca soluciones a sus problemas. Si enfermamos, no hay hospitales públicos que nos atiendan; si requerimos de un trámite, caemos en la maraña de los tramitadores; si buscamos empleo, vale “la palanca” más que los méritos. Miedo de no tener vínculos precisos, temor de ser el último de la fila, pánico de cruzar una vía como peatón o ciclista y que nos arranque la vida el desaprensivo que conduce.

En este galopante deterioro de la existencia, pobre del que requiere de una intervención en un proceso judicial. Los eslabones de la cadena de las “operaciones” de la justicia son infinitos. Ya hemos visto que basta que un participante se declare enfermo para detener y prolongar un juicio. Las aseguradoras de vehículos suben sus tarifas porque se atenta a diario contra los automotores y esas empresas no ganan o ganan menos. ¿Quién podrá reeducar a los habitantes de este país desde sus raíces? ¿Se trata de renovar contenidos, actitudes y, paralelamente, expulsar a las fuerzas que se han complotado para destruir una comunidad entera? Por eso, doy cabida al miedo, más que nada por los jóvenes. (O)