Parecería que no estamos acostumbrados al silencio. El mundo nos circunda como un ruido inextinguible, que siempre estará allí, telón de fondo de la vida, signo feroz de que todo lo viviente se hace sentir a través de las ondas sonoras. Hay culturas, como la nuestra, especialmente bulliciosas, donde las estridencias se asimilan a alegría y dinamismo. Todos hemos tenido el vecino que estremecía los cristales con el volumen de sus parlantes. El escritor cubano Leonardo Padura confiesa cuánto lo acompaña el trasfondo musical de La Habana.

Sabemos que la música integra precisamente silencios, a veces tan milimétricos que no son captados por los oídos. Esas pausas refuerzan la andanada de sonidos, le dan otro rumbo, orientan las emociones. Y la percepción tiene –como casi todo– que educarse. Recuerdo la sorpresa del amigo alemán con quien escuchaba una sinfonía al dirigirle la palabra: craso error; la música se disfruta en perfecto silencio.

En cambio, socialmente, los silencios incomodan. En cualquier actividad que exija esperas truena un televisor, como si los clientes o pacientes fueran incapaces de dedicarse a sus pensamientos, ahora las revistas de esas salas ya no son necesarias porque cada persona saca su celular y se concentra en las lecturas que extraen de esas pantallitas. Pero la etiqueta sigue existiendo: en las cenas formales los participantes están obligados a departir con quienes tienen a los lados o al frente; las reuniones de pocos asistentes que se movilizan por una sala van dejando caer saludos y palabras circunstanciales. Basta ingresar a un funeral para percibir el zumbido de colmena que reina por los murmullos en voz baja.

(...) también debería ser el silencio una experiencia con puesto amable en la vida.

Vivimos el tiempo de la comunicación y eso hace pensar en infinidad de gente intercambiando mensajes, sea en el fenómeno de masas –uno que habla y muchedumbres que aplauden y gritan– o en el anhelado diálogo que sublima la palabra de ida y vuelta en proporciones semejantes (no una que domine o parlotee y otra que escuche pacientemente); los círculos de conversación que fluyen con armonía y respeto (no la voz que se levanta para imponerse sobre las otras o los apartes de dos que luego piden que otros repitan lo que se perdieron).

Todo esto puede ser cierto y cercano. Pero también debería ser el silencio una experiencia con puesto amable en la vida. Las calles sin motores prendidos y escapes averiados, ausentes de vendedores que pregonan altisonantemente sus productos, vecindarios de puertas hacia adentro y no hacia afuera; templos convencidos de que su Dios también cree en la alabanza privada. Cada lector sabe que su encuentro con su libro favorito es una conversación psíquica que se hace mejor si el exterior no interfiere. Yo llegué a odiar el teléfono convencional porque su timbre me resultaba una pedrada en los cristales de mis oídos y ahora aprecio a quien me pregunta por WhatsApp si me puede llamar o a qué hora. No hay nada más invasor que las llamadas para ofrecer productos o servicios.

Así como valoro las conversaciones más animadas y complementarias, entiendo y participo de esos silencios entre personas que se conocen mucho y se saben cómodas y seguras, simplemente estando una al lado de otra, aunque no hablen. Que estar calladas puede ser otra forma de compartir lo que se valora. (O)