Hay hechos cuya impronta marca con un dolor que solo lo entiendes cuando te pasa.

Hace menos de una semana me ocurrió un hecho bochornoso en el hospital José Carrasco Arteaga del IESS, donde ingresé a mi madre, jubilada de 87 años de edad, con índices de sodio alterados. Siempre he sido –o he intentado ser– un incondicional defensor de los servicios públicos, sobre todo de los de salud, recurso final de muchos trabajadores, empleados y desempleados temporales. Allí miles de afiliados y jubilados, mal que bien, tienen una chance para sus dolencias, aunque el servicio haya decaído estratégicamente con el Gobierno del Encuentro, en su lógica de posicionar el que “lo privado es mejor”. Aquella tarde, cuando dejaba internada a mi madre, extrañamente un guardia de seguridad acompañó mi salida hacia la puerta lateral donde un patrullero policial aguardaba estacionado en doble fila: mientras caminaba, el patrullero me acompañaba con su marcha en reversa a mi paso lento y ya dubitativo.

—Algún problema? —Me preguntó medio áspero uno de los agentes que rápidamente se me acercó cuando trataba de subir a mi coche.

—Sí, mi madre enferma, —le dije.

Entonces se desató aquella pesadilla que muchas personas que “lucen diferente” les ha tocado vivir en esta sociedad de prejuicio, discrimen e indolencia: Lo que ocurre –interrumpió el segundo policía– es que sus rasgos coinciden con la descripción de “un sospechoso” según una denuncia telefónica hecha al 911.

los responsables somos todos quienes reproducimos esos patrones de discrimen: desde el candidato que llega a la Presidencia ofreciendo que “no seremos Venezuela”, pasando por relatos periodísticos que jerarquizan y subrayan “el color negro de la piel de los asaltantes”

Cuando le pedí el detalle de los rasgos que me convertían en sospechoso, enumeraron: cabello largo, barba larga y chaqueta estilo militar. No me solicitaron que me identificara, ni me pidieron mis documentos. Los guardias del hospital del IESS juzgaron mi “apariencia sospechosa” y solicitaron un patrullero para que “neutralice” la peligrosidad supuesta. En mi indignación, hablé con el operador del 911; luego, con el coordinador de la Policía en el 911; después, con los dos policías y, finalmente, con los autores de la llamada, los guardias del IESS; hace poco se llevaron un auto de los parqueaderos y aplicaron un plan emergente para prevenir nuevos robos: sospechar de los que parecen sospechosos.

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Los actos de discriminación en Ecuador tienen varias fuentes: por ser mujer, por ser indígena, por preferencias sexuales, por condición económica o estatus migratorio… En la cotidianidad, actos, frases y acciones discriminatorias terminan por moldear la conducta que re.roduce patrones sin consciencia crítica; por ello no responsabilizo a los guardias por su desatino de llamar a un patrullero solo porque el director de la carrera de Periodismo de la Universidad pública local tiene el cabello y barbas largas; los responsables somos todos quienes reproducimos esos patrones de discrimen: desde el candidato que llega a la Presidencia ofreciendo que “no seremos Venezuela”, pasando por relatos periodísticos que jerarquizan y subrayan “el color negro de la piel de los asaltantes”, hasta los establecimientos educativos que obligan a cortarse el cabello de sus alumnos para que “no parezcan mujercitas”.

Una sociedad que requiere, urgente, una nueva educación. O casi una nueva existencia. (O)