En su primer libro, Dioses accidentales, Anna Della Subin narra las historias de personajes variopintos que llegaron a ser adorados en diferentes países del mundo. La mayoría son hombres, desde Julio César, emperador romano, pasando por Jiddu Krishnamurti, pensador indio, hasta Adolf Hitler, quien no necesita introducción. Aunque la autora no lo explica, además de la teatralidad militar y su oratoria enardecida, Hitler dependía de una cuidadosa cinematografía para representarse como un salvador, mientras que Krishnamurti invirtió muchos años en cultivarse como un pensador y escritor dedicado a preocupaciones filosóficas.

El libro es interesante, pero omite a varias personalidades de nuestro continente de las que me habría gustado conocer más desde la perspectiva de la autora. Simón Bolívar, cuya espada aún camina, al menos en cánticos del autodenominado socialismo del siglo XXI, por América Latina. Donald Trump, el presidente estadounidense que enardeció a sus seguidores a tal punto de querer tomar por asalto el capitolio en Washington D. C.; Inácio Lula da Silva, héroe redimido de Brasil, a quien según sus seguidores “no se le ha probado ningún crimen”, mientras que algunos de sus coidearios igualmente salpicados por los tentáculos de Odebrecht pasan los días en una cárcel peruana por la razón opuesta.

Entre estos dioses mayores surgen personajes como el recientemente destituido presidente de Perú, Pedro Castillo, cuyo autogol político ha desembocado en la paralización de ciudades importantes del país, donde se han quemado estaciones de Policía, destruido tramos de carreteras y forzado a cerrar aeropuertos. Este profesor sindicalista que no sospechó que ganaría las elecciones podría capitalizar sobre su condición de víctima, en los ojos de sus partidarios, y representante de las más sentidas demandas sociales. Fácilmente, hay Castillo para rato. O no. Los dioses dibujados sobre la espuma de un capuchino pueden quedar inmortalizados en el imaginario colectivo con la misma agilidad con la que desaparecen cuando las burbujas de leche empiezan a explotar.

Lo que tienen en común los dioses mayores y menores de nuestra región, al menos hasta que se pierdan en el olvido, es la base de injusticia e inequidad que provoca la indignación de quienes salen a defenderles. Lo que les diferencia de los dioses a quienes se refiere Subin es que no son “accidentales”, es decir, buscan ser exaltados como héroes. Por eso, es fácil desechar a sus defensores como tontos, cuando lo son más quienes insisten en minimizar la envergadura de los cambios necesarios cuando es una mayoría quien los exige, aunque no toda ella salga a protestar.

Los problemas económicos y sociales de América Latina continuarán conduciendo al incendio de calles y plazas porque las respuestas tecnocráticas tienen grandes límites. No hay agendas, planes o supuestos salvadores que puedan lograr, y menos en periodos cortos, estándares mínimos de calidad de vida para el grueso de la población. Peor aún con congresos que solo existen para entorpecer en lugar de crear leyes más útiles que rimbombantes. (O)