Me dispongo a leer el diario con un café en la mano y me desayuno que cerca de un colegio en Guayaquil han encontrado tres piernas que probablemente pertenecen a tres personas diferentes. Me impacta el caso de desmembramiento (el segundo en los pocos días que han transcurrido en este año) y la angustia de los estudiantes y otros habitantes de Nueva Prosperina. Me debato entre seguir leyendo y concentrarme solo en el café.

Un panfleto que acompaña a las piernas alude a una guerra entre bandas delictivas, una evidencia más de la institucionalización de organizaciones criminales en Ecuador. Como explica Howard Campbell en su análisis sobre los carteles mexicanos de drogas, los “actos de violencia orquestados”, como las matanzas y los desmembramientos en cárceles y calles de ciudades como Guayaquil, son una eficaz herramienta de propaganda de las corporaciones narcotraficantes que operan impunemente en el país.

Esta propaganda tiene como objetivo amedrentarnos, pero no solo para mantener control de ciertas áreas sino para resguardar sus operaciones de narcotráfico. Estas organizaciones operan sin ley ni rendición de cuentas porque trabajan “junto con la Policía, los militares y los aliados políticos para controlar muchas funciones del Estado”. Una de esas funciones esenciales para que un país pueda progresar más allá de la productividad económica es la justicia.

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No digo nada nuevo, nada que no sepan los lectores, la prensa, el Gobierno nacional y los gobiernos locales, y la misma red de criminales de envergadura que mantiene un poder inconmensurable en el país. Durante el 2022, más de 60 menores de edad fueron asesinados en Guayaquil, Durán y Samborondón, y hasta el martes en el sur de Guayaquil se registraron 13 muertes violentas en este año en curso. Entre los muertos estuvo una niña de un mes de edad, a quien llegaron los disparos de un fusil desde los exteriores de su casa.

En estos días se han destapado acusaciones informales de corrupción contra personas cercanas a presidentes –actual y pasado– del país. Se nieguen o no, se encuentren pruebas o no, el hecho de que no haya denuncias e investigaciones formales apunta a un sistema de justicia atado de manos, del que cualquier ladrón de traje se beneficia tanto como un narcotraficante. Eso implica que la corrupción organizada les reúne a todos en un solo saco de yute, como el que contenía las piernas sueltas de las víctimas en Nueva Prosperina.

El presidente acaba de anunciar que bajará el impuesto a consumos especiales de las armas de fuego para apoyar la “lucha contra la delincuencia”, como si el ciudadano de a pie o los guardias de seguridad pueden protegerse y protegernos de un estado que opera dentro de Ecuador sin que hayamos elegido a sus líderes y se pueda juzgarlos y purgarlos. Si en lugares como Países Bajos los policías sienten que han perdido irremediablemente el terreno ante los carteles de la droga, quedan pocas esperanzas para el resto. Más si una falsa solidaridad de clase y el miedo a la represalia por criticar la corrupción en todos los ámbitos mantienen a las clases dirigentes (económicas o políticas) calladas. (O)